Manuel Álvarez Tardío-El Mundo
El autor analiza el nuevo relato de Podemos, que vive horas bajas por la crisis catalana y el avance de Cs. Y considera que el PSOE tiene la oportunidad de conquistar el centro pese a la crisis identitaria en la que está sumido.
LA RED ES un lugar donde encontrar muchas novedades. Pero a veces hay excepciones. La más notable estos días está en la página web de Podemos, ese grupo que no quería dejar de ser un movimiento y ha terminado fundando un partido muy antiguo. Llama la atención el documento que han publicado para explicar la «crisis catalana». El contenido y la forma son un clásico en la izquierda radical española; tanto que, si quitáramos la referencia al año 1978 y algunas expresiones sobre la actualidad, ¡quién no diría que está leyendo un panfleto de la minoría comunista del año 1931, la misma que nada más caer la Monarquía pensó que un bloque de ex monárquicos y republicanos moderados iba a poner en marcha la revolución burguesa!
Los neoviejos de la política española plantean algo simple pero que, hasta ahora, les había resultado medianamente eficaz: todo lo que pasa, incluido el hecho de que un sector de la sociedad catalana esté dispuesto a saltarse las normas para proclamar la independencia, es fruto de una «crisis de régimen». Ellos no han llegado a la política para abandonar la adolescencia del 15-M, como es patente, sino para romper nada menos que el «bloque» de poder que mantiene la «patria» –que no la nación– subyugada a intereses sectarios. Sí, cuesta creerlo, pero al parecer hay un «bloque afín a la Monarquía» que es consciente de esa «crisis de régimen» y que ahora, gracias al desafío independentista, tiene un «errático proyecto de restauración». Además, en ese bloque, y esta es una novedad respecto del bienio 15-16, hay dos nuevos recursos activos: «la nueva extrema derecha» de Ciudadanos y esos medios que, si antaño daban apariencia de respetabilidad a las ocurrencias del campamento de Sol, ahora se dedican a «cohesionar» al bloque de Felipe VI.
Y esto no es todo lo que la nueva política de izquierdas puede reflexionar, por increíble que parezca. Hay algo más, una paradoja hilarante: la aplicación del artículo 155 ha hecho «saltar por los aires» no a ese «régimen del 78» en crisis, sino a uno de los «pactos cruciales de la Transición», lo que llaman «restauración de una institución republicana como la Generalitat».
Dejando al margen que se les olvida el pequeño detalle de que esa «institución republicana» saltó por los aires ella solita en plena Guerra Civil, en medio del más absoluto desconcierto entre sus amigos republicanos españoles, o que fue un ex secretario general del Movimiento el que restituyó a Tarradellas y se propuso derogar la ley de 1938 que había anulado el Estatuto del 32, hay que decir que este simplismo conspiracionista les ha resultado rentable mientras hacían oposición al «bloque» de poder popular-socialista. Pero hete aquí que ha surgido un problema con el que no contaban: la sobrecarga de identidad excluyente ha devuelto a muchos españoles el sentido de pertenencia a una comunidad política. Y Ciudadanos, lejos de ser una ensoñación primaveral del Ibex 35, ha sabido entender la situación y aprovechar esa oportunidad para movilizar y hacer pedagogía.
Podemos se había hecho la ilusión de que podría mantener viva la llama de esa fantasmagórica crisis de representación que explotaron, primero en las televisiones y luego en las urnas, crisis que algún politólogo iluminado no tardó en teorizar. Porque el «no nos representan» de los eternos adolescentes de Sol los había conducido a la carrera de San Jerónimo con tanta fortuna que hasta Iglesias pensó en pasar rápidamente de eterno aspirante a académico a vicepresidente del Gobierno. Pero el tiempo ha cambiado y sólo hay que ver la rabia contenida de su lugarteniente Echenique para comprobar que no han sido capaces de enmendar el «relato», como se dice ahora.
Si el éxito de Ciudadanos muestra algo no es que el bipartidismo del «régimen del 78» está muerto, sino que hay millones de votantes dispuestos a respaldar a quienes lo mantengan vivo, es decir, a los partidos y líderes que contribuyan a renovarlo y dotar a la política española de una combinación de reforma y estabilidad. Nada nuevo; es la fórmula que llevó al PSOE de González a ser el partido de los votantes moderados después de la debacle de UCD y la que permitió al Partido Popular refundado de José María Aznar alzarse con la mayoría de 2000 ante el descrédito del último felipismo. Es lo mismo que ha hecho que brillantes politólogos italianos envidien el régimen electoral español y la combinación de representación y gobernabilidad que aquél incentiva.
Ciertamente, el nuevo episodio de esa interminable guerra entre catalanes ha supuesto una oportunidad para la democracia española. Y aunque resulta divertido especular sobre si dentro de muchos meses el voto a Ciudadanos será superior al del PSOE, o si el PP mantendrá la inercia tecnoautárquica que le lleve a romper su suelo, lo relevante es que la sobrecarga de identidad ha puesto a los neoviejos ante el espejo de sus contradicciones.
Los votantes de centroizquierda, esos que dicen estar entre el cuatro y el cinco en la escala ideológica, y que representan el 51% en el caso del PSOE frente al 29% en el de Podemos, han podido comprobar que esa «crisis de régimen» que Iglesias quiso implosionar en sede parlamentaria con la aquiescencia del Sánchez del «no es no», es una pantalla que encubre una profunda desorientación ideológica en sus partidos de referencia tras la irresuelta crisis de la socialdemocracia.
Porque el fracaso de Miquel Iceta en Cataluña y, por derivación, de su comandante Pedro Sánchez, no es el simple resultado del buen hacer de Arrimadas y su equipo, o de una especie de polarización del voto que haya impedido una vía intermedia. Simplemente es que esta supuesta vía descansa sobre la misma ficción que sostiene el eslogan de «crisis de régimen» de Podemos: la idea de que la democracia española es un producto inacabado o deficiente, resultado de un exceso de moderación reformista y prudencia constituyente tras la muerte de Franco. Y así, sólo una profundización en un federalismo balsámico podrá mantener viva la «patria» de las identidades plurales frente a la España monolítica de los herederos del franquismo.
LAS ELECCIONES catalanas han servido para mostrar que, incluso con este Gobierno la democracia formal es suficientemente poderosa para afrontar el griterío identitario e incluso desmontarlo. Pero también para revelar a los votantes moderados de izquierdas que la «crisis de régimen» o los eslóganes federalistas dejan al descubierto un vacuo y peligroso oportunismo. Ciertamente, el PSOE tiene graves problemas heredados de una mala digestión de su errática política económica y social entre 2008 y 2011, entre otras cosas. Y un liderazgo poco capaz para el desafío intelectual de diseñar una política postsocialdemócrata que contribuya a desmontar la adolescencia senil del socialismo podemita.
Con todo, tiene la oportunidad de ignorar los cantos de sirena académicos que le diagnosticaron el fracaso de la construcción nacional española y aumentar sus expectativas de voto reconciliándose con su pasado y con la comunidad política a la que pide el voto. Es verdad que si lo hace tendrá que competir en un terreno similar al de Ciudadanos, pero puede tomar nota de lo ventajoso que resulta, en términos electorales, que Podemos te etiquete como «extrema derecha».
Manuel Álvarez Tardío es profesor de Historia del Pensamiento Político en la Universidad Rey Juan Carlos y coautor de 1936. Fraude y violencia en las elecciones del Frente Popular (Espasa, 2017).