La estrategia de Zapatero ha sido eficaz para recortar el poder del nacionalismo. Sin embargo, el balance definitivo depende de que los socialistas hagan pesar su reforzada posición. Es la oportunidad de regresar al consenso: un acuerdo entre nacionalistas y no nacionalistas para una reforma del Estatuto. El nacionalismo sólo cambia cuando, como ahora, ve en peligro su poder.
La misión de la socialdemocracia en los años ochenta ha sido la de acabar con los Partidos Comunistas, le dijo Mitterrand a su biógrafo Franz-Olivier Giesbert cuando preparaba su libro Le president; añadió que había dos procedimientos para conseguirlo: bien excluyéndoles del juego, bien invitándoles a entrar en él. Este segundo era para Mitterrand el más eficaz.
Es el que aparentemente ha seguido Zapatero: comunistas ya apenas quedan, pero partidos situados a la izquierda de los socialistas hay por lo menos dos: IU y ERC. Elegidos hace cuatro años como socios preferentes, han perdido ahora ocho de los 15 escaños que tenían. También ha perdido votos, escaños y expectativas de futuro el PNV, aliado principal del Gobierno en la última fase de la legislatura.
A comienzos de la misma, Zapatero transmitió a interlocutores interesados en la política vasca que creía tener la fórmula para, a la vez, acabar con ETA y derrotar electoralmente al PNV. Entonces no se le entendió, pero el pasado 15 de febrero, en una charla organizada en Madrid por el Fórum Nueva Economía, Iñigo Urkullu reprochó a Zapatero haberse embarcado en el proceso de paz con la velada intención de pactar con la izquierda abertzale, una vez retirada ETA, para desalojar al PNV del poder.
La hipótesis de partida habría sido que, desaparecida la violencia, en Batasuna pesaría más su componente izquierdista que el nacionalista, lo que permitiría cuajar con ella una alternativa de izquierda. Se trataba de una adaptación a la realidad vasca de la estrategia de Maragall para desplazar a CiU. No hubo ocasión de verificarla porque falló la premisa del fin de ETA. Pero la actitud del PSE en el proceso de paz, que ha contado con un apoyo mayoritario en Euskadi, unida a la inquietud creciente que suscita Ibarretxe con sus propuestas rupturistas, ha permitido que los socialistas se conviertan, por un camino diferente al previsto, en alternativa verosímil al PNV.
Con el 38 % de los votos, el PSE tuvo el domingo más apoyo que los tres partidos del Gobierno de Ibarretxe juntos (suman el 36%). Y las formaciones que apoyan la propuesta del lehendakari (esos tres más Aralar) suponen el 38,7%, frente al 56,5% que suman los que se oponen (PSE y PP). Egibar, cabeza del sector más radical del PNV, propuso convertir las elecciones del 9-M en un plebiscito, presentando una candidatura conjunta de esos cuatro partidos, con la propuesta de Ibarretxe como programa. De haberlo hecho (se opuso Urkullu), el lehendakari habría quedado desautorizado: PP y PSOE doblan el número de escaños de ese consorcio virtual (12 frente a seis).
Esto no significa que los resultados puedan extrapolarse sin más a unas autonómicas, pero sí que la adhesión ideológica no es tan incondicional como se daba por supuesto: la frontera entre nacionalistas y no nacionalistas es cada vez más permeable, y seguramente bastantes de los antiguos votantes del PNV que en 2005 se abstuvieron han dado ahora su apoyo al PSE; y podrían seguir haciéndolo si Ibarretxe se empeña.
Parece que lo hará, pese a la reticencia sorda de un sector de su partido: la portavoz de su Gobierno advirtió el martes que sus planes siguen adelante. De no haber acuerdo con La Moncloa para dar luz verde a la propuesta soberanista, en junio pedirá autorización al Parlamento vasco para convocar su famosa consulta. Sin embargo, hasta entre los teóricos más fieles del raca-raca cunde la duda sobre la conveniencia de quemar las naves soberanistas en una consulta ilegal para cuya convocatoria no existe acuerdo social y político y que sólo serviría, de celebrarse, para trasladar esa división a la población.
El plan del lehendakari preveía que, en caso de no obtener autorización parlamentaria para la consulta, sería sustituida, en la misma fecha (25 de octubre), por unas elecciones anticipadas, planteadas de nuevo como un plebiscito. Es un riesgo para el PNV porque con resultados como los del 9-M el PSE obtendría en unas autonómicas cuatro escaños más de los que sumó en 2005 la coalición PNV-EA que encabezó Ibarretxe.
Con este panorama, ¿será capaz de mantenerse en sus trece? Lo será si los dirigentes de su partido no le frenan. Ahora tienen la oportunidad, pero se ve que nadie se atreve a planteárselo abiertamente tras la experiencia de Imaz, que se enfrentó a un muro y perdió. Tal vez la negociación para la investidura de Zapatero permita poner sobre la mesa algún elemento nuevo, pero es impensable, como ha reiterado ZP ahora, que la base del acuerdo pueda ser la aceptación del plan soberanista del lehendakari.
Ibarretxe ha sido derrotado por tercera vez: antes lo fue, frente a las razones complementarias de Gobierno y oposición, en el debate sobre su plan celebrado en el Congreso en febrero de 2005, y luego en las autonómicas de ese año. La estrategia de Zapatero ha resultado eficaz en las tres ocasiones: para hacerle frente y para recortar el poder del nacionalismo; el balance definitivo depende, sin embargo, de la capacidad de los socialistas para hacer pesar su reforzada posición en el regreso al consenso autonomista. El nacionalismo sólo cambia cuando, como ahora, ve en peligro su poder.
Tras los años de confusión iniciados en Lizarra, existe la oportunidad en los próximos meses de un acuerdo entre nacionalistas y no nacionalistas en torno a una reforma del Estatuto en el marco constitucional. Ése ha sido el mensaje de las urnas. Es la fórmula más integradora (es decir, capaz de satisfacer a más ciudadanos) de cuantas se han puesto sobre la mesa en los últimos años.
Patxo Unzueta, EL PAÍS, 13/3/2008