El autor considera que, con la investidura de Mas, vuelve la confrontación entre el nacionalismo español y el catalán. Explica cómo la sentencia del ‘Estatut’ reforzó al PP al mismo tiempo que canalizaba el voto útil a favor de CiU.
MIENTRAS ARTUR MAS configura ya su gabinete tras ser investido como nuevo presidente de la Generalitat, continúa llamando la atención que, entre las variopintas reacciones tras los comicios catalanes del pasado 28 de noviembre, sean tan pocos los que reconocen como propia la derrota de los socialistas en las urnas. Desde la misma noche electoral conocimos la retirada de José Montilla como secretario general del PSC, e incluso, al día siguiente, su propósito de no acceder a su escaño en el Parlament. Comenzaba una nueva etapa en la que, quizás por respetar la autonomía del PSC a la hora de reflexionar sobre las causas de la derrota o porque, con la que está cayendo, no hay tiempo para detenerse, han sido escasas las voces que han profundizado en un aspecto que me parece esencial: el 28 de noviembre perdió el PSC, es evidente; esa derrota entraña consecuencias para el PSOE, es obvio; pero hay que añadir que en las elecciones catalanas fue vencido algo más importante: el intento de superar la confrontación entre el nacionalismo español y el nacionalismo catalán. Y es esto último lo que realmente tiene trascendencia de cara al futuro.
Algunos considerarán discutible la tesis de que ha triunfado el nacionalismo español conservador, pero si repasamos los hechos no me parece que la cosa admita muchas dudas. Es evidente que el Partido Popular sale reforzado en el conjunto de España. El Parlamento aprueba con más del 80% de los votos un Estatuto para Cataluña. El proyecto es enviado al Congreso y es enmendado, rectificado, modulado, hasta el punto de que el presidente de la Comisión Constitucional afirma que los diputados han logrado cepillarlo debidamente. Ese Estatuto, convenientemente cepillado, es devuelto al Parlamento de Cataluña y sometido a referéndum. Y, a pesar del cepillado, sale aprobado mayoritariamente por el pueblo catalán.
Se han cumplido todos los procedimientos, se ha respetado la legalidad, pero a pesar de todo, los representantes del PP deciden que el cepillado no es suficiente y recurren el texto ante el Tribunal Constitucional. Durante toda la segunda legislatura del tripartito hemos vivido a la espera de la sentencia del Tribunal. Dictada ésta, la reacción de la sociedad catalana se expresa en la manifestación del pasado 10 de julio. El PP logra imponer parte de sus tesis en la sentencia del Constitucional. No todas, pero sí las suficientes para lograr que cale el sentimiento de agravio: una vez más España no es capaz de asumir la realidad nacional de Cataluña. Lo que había comenzado como un intento de lograr un encaje de la realidad catalana en la vida española acaba en una nueva frustración.
El PP, tras la sentencia, aparece para una parte de la opinión pública como garante de la constitucionalidad y Convergència i Unió como el partido destinado a hegemonizar la representación de la Cataluña dolorida, víctima de un nuevo agravio. ¿Es de extrañar que, en estas circunstancias, se produzca un voto útil de todo el espectro nacionalista hacia CiU? El traslado de votos desde ERC y desde el sector más catalanista del PSC responde a este designio. Unos han pensado que el desenlace le ha dado la razón a Jordi Pujol y que era preferible no haberse embarcado en estas aventuras; otros consideran que había que aglutinar el voto en un partido que represente sólo y exclusivamente los intereses de Cataluña.
A partir de esa situación de incomprensiones y de agravios, los dos nacionalismos se retroalimentan: el PP vuelve a insistir en que sólo ellos son capaces de defender la vigencia de la nación española, sólo ellos son capaces de reivindicar sin complejos la unidad de la patria, sólo ellos son capaces de reivindicar los 500 años de la historia de España. El nacionalismo catalán vuelve a sus tesis tradicionales, pero con un matiz importante: el soberanismo ha quedado reforzado. Su mensaje es inequívoco: podemos entendernos con la derecha española en la política económica a desarrollar, somos capaces de colaborar en la defensa de los derechos de la Iglesia católica, pero no queremos compartir sentimientos. Nosotros somos una nación que no tenemos, por ahora, un Estado propio, pero para nosotros España no es una nación, es un Estado; no es una realidad sentimental, es una realidad jurídica y administrativa; será en todo caso una nación para los que acepten la hegemonía castellana, pero nuestro camino es otro. El 2014 no está tan lejos y allí tendremos la oportunidad de recordar lo ocurrido en estos 300 años de frustraciones e incomprensiones.
Algunos pretenden resolver el problema planteando que en el fondo no ha ocurrido nada, que CiU es un partido muy pragmático, que sabe que no es el momento para aventuras independentistas y que de lo que se trata es de conllevarnos. Y vuelven a citar a Ortega. Creo que es muy saludable volver a leer su famoso discurso. Entre sus muchas reflexiones ante las Cortes republicanas hay una especialmente brillante, y es cuando dice: «Yo creo, pues, que debemos renunciar a la pretensión de curar radicalmente lo incurable. Recuerdo que un poeta romántico decía con sustancial paradoja: Cuando alguien es pura herida, curarle es matarle. Pues eso acontece con el problema catalán».
Los socialistas y la izquierda federalista en Cataluña han pretendido, en efecto, resolver el problema catalán; han buscado un camino que permitiera asumir una identidad múltiple, una identidad donde no fuera preciso elegir entre los dos nacionalismos, donde uno se pudiera sentir catalán y español; donde un cordobés nacido en Iznájar pudiera llegar a la presidencia de la Generalitat y donde se pudiera vibrar, a la vez, con Antonio Machado y con Joan Manuel Serrat. Era una perspectiva nueva que exigía trascender la doctrina del nacionalismo español, de los que siguen considerando que el Estado español está compuesto por una única nación y trascender también la perspectiva de los que piensan que a cada realidad nacional corresponde un Estado propio.
El problema, pues, no ha estribado, únicamente, en que no hubiera una cultura de coalición o en que Montilla tuviera más o menos carisma. Todo eso ha influido pero no ha sido decisivo. Lo decisivo ha sido que en una legislatura en la que se proclamaba la necesidad de hechos y no de palabras, ha pendido todo el tiempo como una espada de Damocles una sentencia que nunca llegaba y que, cuando se ha producido, ha desatado un caudal imparable de emociones porque -por citar de nuevo a Ortega- «es muy peligroso, muy delicado hurgar en esa secreta, profunda raíz, más allá de los conceptos y más allá de los derechos, de la cual viven esas plantas que son los pueblos. Tengamos cuidado al tocar en ella».
AL RELEER el texto, no he podido dejar de pensar que la sentencia aprobada por mayoría del Tribunal constitucional tocó una raíz que ha provocado la polarización emocional y el voto útil a favor del nacionalismo convergente.
En ese clima de polarización emocional entre los dos nacionalismos, era muy difícil resituar la agenda política en torno al debate entre derecha e izquierda. Máxime cuando las elecciones se producen dos meses después de la huelga general de los sindicatos y cuando la víspera el presidente del Gobierno recibe a la cúpula empresarial que le demanda ser firme y acometer las reformas que exigen los mercados. Ni con todo el carisma de Obama hubiera podido Montilla convencer a los electores de que sus propuestas eran una garantía para salvar los derechos laborales, mantener las prestaciones sociales y hacer viable el Estado del bienestar. Cuando el mensaje que se transmite cotidianamente es que, gobierne la derecha o la izquierda, sólo cabe dar por concluido el modelo social europeo, reconozcamos que la comunicación política no lo puede todo, ni el carisma es capaz de saltar por encima de una realidad económica que se presenta como inexorable. Montilla se puede consolar pensando lo que le ha ocurrido al carismático Obama en las últimas elecciones legislativas estadounidenses.
Y ahora viene lo difícil para la izquierda federalista, para la que quería compartir identidades y proyectos, la que quería superar recelos y frustraciones. Difícil para ella a la hora de reconstruir su proyecto, y difícil también para lo que dentro de la izquierda española les hemos apoyado. Unos y otros hemos querido superar la conllevancia orteguiana. No nos parecía deseable mantener congelado el problema catalán; aunque Ortega dijera que no es cosa tan triste, eso de conllevar, ya que «Llevamos muchos siglos juntos los unos con los otros, dolidamente no lo discuto, pero eso, el conllevarnos dolidamente, es común destino, y quien no es pueril ni frívolo, lejos de fingir una inútil indocilidad ante el destino, lo que prefiere es aceptarlo».
¿Por qué hemos sido derrotados? Porque, indóciles a un destino inexorable, lo que pretendían los socialistas catalanes, y pretendíamos los que les apoyábamos, era volver a pensar España con la pretensión de superar la eterna desconfianza; por eso su derrota es la nuestra, es la derrota de una idea de España plural, y lo que más nos preocupa del triunfo de ambos nacionalismos es que, como decía con gran acierto Pasqual Maragall, con su concepción nacional-estatalista del mundo y con su actitud de ensimismamiento, están comprometiendo el futuro de España.
(Antonio García Santesmases es catedrático de Filosofía Política de la UNED)
Antonio García Santesmases, EL MUNDO, 27/12/2010