Cristian Campos-El Español
- Si mi país ya no existe y todo lo que queda de mi democracia es la posibilidad de votar cada cuatro años, no seré yo el que derrame una lágrima por una nación sin instinto de supervivencia.
Todos nos hemos preguntado alguna vez cómo nos comportaríamos si.
Si estallara una guerra civil. Si sufriéramos un cero energético total como el de la serie francesa El colapso. Si fuéramos el último ser humano sobre la faz de la tierra.
Decía uno en X que los hombres (en el sentido de «seres humanos de sexo masculino») nos pasamos toda la vida preparándonos para un apocalipsis zombi.
Yo respondo a ese arquetipo. Llevo toda la vida viendo películas sobre el asunto para APRENDER: La noche de los muertos vivientes, 28 días después, Tren a Busan, El amanecer de los muertos… Sólo necesito una armería y un centro comercial en el que atrincherarme.
Para lo que yo no estaba preparado, en cambio, era para la derogación de la Constitución del 78. Para un Tribunal Constitucional autoinstituido en poder constituyente. Para eso no tenía preparado nada.
Miento. En realidad, soy plenamente consciente de cómo reaccionaría frente al colapso del Estado de derecho. Porque ya he vivido antes ese colapso.
Fue en octubre de 2017. Yo estaba ahí, en Barcelona, la ciudad en la que había vivido durante cuarenta años, cubriendo para EL ESPAÑOL el referéndum de independencia que el PP decía que no iba a celebrarse jamás.
Yo vi a los interventores de ERC y Junts organizar las colas de votantes y poner en primera línea a los viejos y los niños cuando la Policía Nacional se acercó al colegio electoral.
Vi a los padres de esos niños ofrecerles gustosos como carne de cañón para el primer porrazo.
Supongo (quiero ser benevolente) que imaginando que los antidisturbios no se atreverían a arremeter contra un niño. Pero sin pensar que un mocoso que apenas levanta un metro de altura del suelo es el eslabón más débil de cualquier estampida humana.
Escuché las imbecilidades que decían en esas colas personas que, por otro lado, no parecían sufrir ninguna discapacidad intelectual evidente.
Vi al Gobierno desarbolarse por el pánico como una adolescente boba y optar por la peor de las opciones, que era la de arremeter contra los pobres mentecatos que estaban en esas colas por no haberse atrevido a lidiar antes, cuando tocaba y era el momento, contra los delincuentes que los habían pastoreado hasta ese lugar.
Vi los arrumacos de Soraya Sáenz de Santamaría con Oriol Junqueras. La más lista del Gobierno del PP timada por el más ladinamente jesuita de todos los líderes independentistas.
Soraya creía, tan inteligente como era, que Junqueras era “el bueno” y Puigdemont “el malo”.
Soraya creía conocer a los catalanes mejor que los propios catalanes que habíamos advertido una y otra vez al PP sobre los catalanes. Hay muchos en su partido que siguen pensando todavía hoy que conocen mejor a los catalanes que yo. Y lo piensan desde Logroño, desde Irún, desde Sevilla.
Al final, el PSOE ha amnistiado tanto a Junqueras como a Puigdemont.
Si Soraya hubiera conocido, pero sobre todo entendido, la historia de su país, habría adivinado cómo acaba la película. También habría sabido que la amnistía de 1934 acabó en una guerra civil y en la traición de los amnistiados… a la República que los había amnistiado.
Y vi al Estado, a todo un Estado de derecho europeo, fracasar frente a un puñado de provincianos corruptos, perder la batalla del relato, mutar en polvo de hueso en los medios internacionales y optar, no una sino varias veces, por el mal menor de la moderación, que suele desembocar siempre en el mayor de los males. El de la putrefacción lenta del sistema.
Como el tiempo, por otra parte, ha demostrado.
Hoy, los dos partidos que organizaron ese golpe de Estado siguen ahí, en el Congreso de los Diputados. Nadie ha mencionado, siquiera como material para el debate político-periodístico, la anomalía de su presencia en el Parlamento de un país al que dicen querer destruir.
Claro que, en realidad, no hay debate posible sobre ello. Lo impide la afirmación del Tribunal Constitucional de que España no es una democracia militante. Lo que quiere decir, en términos coloquiales, que la destrucción de la democracia es un objetivo legítimo en democracia y que todo depende del número de votos con los que cuentes. De lo zafios que sean tus ciudadanos.
La cuestión es que los líderes de ERC y de Junts han sido amnistiados por un Gobierno y por un Tribunal Constitucional que han derogado por la vía de los hechos consumados la Constitución del 78 sin argumentos jurídicos, sin referéndum habilitante y sin la mayoría política y social para ello.
Es decir, usurpando de forma unilateral la soberanía nacional y promulgando una Constitución nueva de cuya existencia y detalles y articulado ni siquiera hemos sido informados.
Si eso lo hubiera hecho el PP, no digamos ya Vox, estaríamos utilizando hoy una terminología muy diferente.
Como lo ha hecho el PSOE, utilizamos eufemismos.
Tras el golpe de Estado de 2017, mi mujer y yo (ella de Cuenca, yo catalán) hablamos durante días sobre qué hacer frente a la quiebra social, que siempre precede a la quiebra económica, en Cataluña. Frente a la evidencia de que la catalana, la sociedad más patológicamente franquista de España tras la del País Vasco, sólo iba a poder mantener una tramposa apariencia de funcionalidad próspera mientras el resto del país, que quiere decir Madrid, siguiera transfiriendo enormes cantidades de dinero a los bancos, los empresarios y los políticos catalanes.
Frente a la evidencia de que Cataluña, como el País Vasco, era ya una sociedad muerta. Una comunidad fracasada en la que nadie en su sano juicio querría vivir jamás.
Y decidimos largarnos para no volver nunca. Primero a Cádiz y, al cabo de un año y medio, a Madrid.
Luego, docenas de personas a las que no conozco de nada me han reprochado esa decisión. “Deberías haberte quedado para luchar contra el nacionalismo». «Has huido como huyeron Albert Rivera e Inés Arrimadas«. «Si nadie les hace frente, los nacionalistas habrán ganado”.
Pero es que, efectivamente, los nacionalistas han ganado. Pero no por nada que hayan hecho los propios nacionalistas, sino por la barbárica estupidez de las instituciones españolas.
Pero no voy a ser equidistante y repartir las culpas a escote porque no sería justo. La mayor parte de la culpa de lo ocurrido en este país desde los atentados de Atocha de 2003 es del PSOE. Los sanchistas son las criaturas del PSOE. Son los hijos de Zapatero. Y frente a eso, el PP está legitimado para responder «no es mi circo, no son mis monos».
Así que yo ya sé cómo reaccionaría frente al colapso de mi país porque ya he tenido que reaccionar al colapso de mi comunidad natal. Dadas las opciones hoy disponibles a mi alcance, que son:
1) la euforia del PSOE
2) el deeply concerned de los últimos setentayochistas de Filipinas
3) la rebelión teatralizada de Vox
4) el «tomo nota» de los nacionalistas
5) y el «y ahora a por la República» de la extrema izquierda)
…mi opción es la desconexión cínica.
Si mi país ya no existe y todo lo que queda de mi democracia es la posibilidad de votar cada cuatro años, desaparecidas las instituciones e inermes los poderes del Estado salvo el Ejecutivo, que ejerce ya sin frenos también el poder judicial y el legislativo, no seré yo el que derrame una lágrima por una nación sin instinto de supervivencia como la española.
Reconocer una derrota no es ni valiente ni cobarde. Es realista y ahorra muchas angustias.
Así que yo desconecto, señores. Incinerada por la realidad toda vinculación emocional, pena o tristeza por lo que dejo atrás, incluso creo que podré llegar a disfrutar del espectáculo de un país que ha decidido suicidarse para salvar a un solo hombre.
Llevo toda mi vida preparándome para un apocalipsis zombi y ya lo tengo aquí.
Voy buscando centro comercial.