J. M. RUIZ SOROA-El Correo
Hablar de una moción de censura «instrumental» para echar al Gobierno y solo convocar elecciones, como hacen Ciudadanos o Podemos, es tergiversar el sentido de esa institución
La situación política generada por la curiosa «moción de censura por imperativo ético» de los socialistas y por la posible «moción instrumental» de Ciudadanos o Podemos es propicia para efectuar una reflexión de calado sobre lo que son nuestros sistemas políticos; esos que llamamos democracias, pero mejor haríamos en llamar gobiernos representativos para no confundirnos. Y sobre cómo están anunciando su cambio hoy.
Verán, el politólogo Adam Przeworski lo advirtió muy bien hace ya años: los sistemas democráticos están organizados con un sesgo muy potente a favor de la conservación del ‘statu quo’. Están deliberadamente desequilibrados para operar efectivamente en contra del cambio y a favor de la situación existente, que tiene siempre de partida una presunción a su favor. Son conservadores, en pocas palabras. Una serie de mecanismos, tales como las dobles cámaras, las mayorías reforzadas, las instituciones contramayoritarias, los cotos vedados, etcétera, garantizan que sea muy difícil cambiar de golpe una situación dada (política, social o económica) por mucho que la voluntad de la gente lo quiera incluso vehementemente.
Esto no es casual en absoluto, sino que responde al hecho de que los sistemas representativos están montados desde una profunda desconfianza hacia la voluntad de cambio; sobre todo, la voluntad instantánea o súbita, poco reflexionada. Están montados más como diques para evitar el triunfo de deseos urgentes y pasionales del común que como cauces abiertos a cualquiera de ellos. Esto gustará más o menos, coincidirá o no con lo que cada uno considera que «debería ser» la democracia, indignará a muchos admiradores de la ‘democracia pura’, pero es lo que hay, lo que es de hecho el sistema. La organización práctica de un criterio básico de desconfianza hacia la voluntad humana.
Apliquemos la observación en concreto al asunto del Gobierno y veremos que la creación y destrucción de gobiernos en nuestra Constitución está diseñada con esa misma desconfianza hacia los representantes populares y hacia sus humores súbitos. En el sistema es relativamente fácil formar Gobierno, pues basta con una mayoría relativa (ayuda implícita), pero destruirlo es muy difícil: requiere mayoría absoluta (veto escondido). ¿Por qué? Porque el legislador constitucional consideraba la gobernación estable como un bien que debía de ser protegido de los caprichos de los diputados o del juego de un sistema de partidos muy fragmentado, capaz de derribarlos pero no de construirlos. Huía como de la peste del parlamentarismo que se complace en derribar gobiernos sin aportar estabilidad, que fue el típico de las democracias de principios y mediados de siglo XX, incluidas la República española, Weimar o la IV República francesa. Y para garantizarlo más aún se tomó de la ley de Bonn un requisito adicional para obstaculizar a los que quieren cambiar sin más ni más: no sólo deben tener mayoría absoluta, sino que esa mayoría debe apoyar un nuevo programa de Gobierno. Vamos, que no se pueda tumbar un Ejecutivo si no se trae otro de recambio, esa es la idea. No basta una mayoría destructora, se requiere una constructora. Y, si no la hay, mejor mantenemos el Gobierno que hay.
Hablar de una moción de censura «instrumental», en la que se trataría de echar al Ejecutivo, pero solo para convocar unas elecciones de inmediato, como hacen Ciudadanos o Podemos, es tergiversar el sentido de la institución, que por definición quiere la Constitución que sea «substancial» y no «instrumental». Es un uso alternativo de la ley, lícito pero desviado, que demuestra que el sistema no funciona ya como se quiso, y al final implica un cambio de la perspectiva de fondo: la gobernación deja de ser el valor a preservar ante todo y el Parlamento recupera su antigua predominancia.
El problema es que el Parlamento parece arrastrar consigo los males de la fragmentación y las mayorías inestables y coyunturales. El Parlamento no es una alternativa sólida al Gobierno y por eso recae inevitablemente en el vicio de tener que recurrir de inmediato a las elecciones populares. Un recurso democráticamente impecable, cómo no, pero dudosamente eficaz si lo que se persigue es estabilizar el sistema. Basta con recordar por un momento lo que decíamos durante aquel ominoso año en que nos divertimos (¿) jugando a hacer Gobierno cada día. A ello volvemos, al gabinete de gestión, la convocatoria y las eternas negociaciones. Pasamos del Gobierno de los corruptos a la ineficacia en el Gobierno. Dudosa mejoría.
Para un observador externo, la situación actual española es así la de un sistema que parece apuntar a una mutación progresiva del eje básico sobre el que giraba hasta ahora. El Ejecutivo pierde peso ante el Parlamento, que a su vez se resigna en el electorado, dándole la palabra con excesiva frecuencia y buscando en él la cura a sus propios males. Lo curioso es que la experiencia comparada (en esto tenemos precedentes abundantes) demuestra que dar la palabras al electorado con frecuencia no hace sino despistar a ese mismo electorado y llegar a exasperarlo porque, por un lado, genera expectativas desmesuradas de un cambio a mejor que, por otro, el sistema no es luego capaz de proporcionar. Gracias a Dios, todo hay que decirlo.