Cuesta entender las suspicacias hacia Rajoy sobre la base de la confianza absoluta en San Gil. Desde el 9 de marzo, el PP es una oposición que ha dimitido de sí misma y, en vez de recelar del Gobierno, prefiere sospechar de los suyos propios. El control de los excesos del Ejecutivo en la financiación de las comunidades, por ejemplo, la ejercen los barones socialistas de las autonomías de segunda.
Ya no hay manera de llamar desaceleración a la crisis que ha provocado la espantada de María San Gil en la ponencia para el congreso del PP. En la vida orgánica de los partidos se manifiestan con alguna regularidad las disidencias, enfrentamientos, litigios, pendencias, marimorenas y hasta broncas. Todo por cuestiones ideológicas, naturalmente. La experiencia demostraba hasta ahora que no hay disputa sobre los principios que no pueda ser resuelta en los pasillos precongresuales con una conversación que normalmente transcurre en términos cuantitativos: «Vosotros, ¿qué queréis?». «Cuarto y mitad de Ejecutiva», y, a partir de ahí, una de dos: «De acuerdo» o «no hay trato. El que más chifle, capador».
El problema que plantea la disidencia de María San Gil es que ella no aspira personalmente a nada. Sitúa su discrepancia en el terreno de los principios y de su desarrollo. Por eso, ella, que es un símbolo del coraje cívico, la colaboradora de Gregorio Ordóñez que presenció su asesinato y dio un paso adelante para recoger el testigo, plantea a Mariano Rajoy un problema que no tiene solución. Tal vez hubiera podido tenerla si el presidente del PP se hubiese ocupado personalmente del asunto. No lo hizo, y a pesar de que todas las propuestas de San Gil fueron incorporadas a la ponencia, un portavoz inadecuado que esparcía una interpretación inadecuada dio al traste con toda posibilidad de arreglo.
Ya no se trata de que haya desacuerdos sobre una ponencia, que es la suya, sino de que María San Gil no se fía. La cuestión de la confianza tiene un relieve extraordinario en la política posmoderna. Recientemente nos enterábamos de que el presidente del Gobierno tiene como fontanero a un primo suyo, «un hombre de confianza para un puesto de confianza», como si al resto del personal de su Gabinete se lo nombrara la oposición. La desconfianza es la esencia de la democracia, si el lector me permite la paráfrasis, y es preciso estar precavidos frente a los adversarios, los enemigos y, muy especialmente, frente a los queridos compañeros de partido.
María no se fía. «Homo homini lupus», escribió Plauto en expresión que le fusilaría muchos siglos después Thomas Hobbes en su Leviatán: «El hombre es un lobo para el hombre». Y no digamos para la mujer. Su desconfianza es actitud comprensible, pero no muy transferible. No es fácil de entender que la desconfianza de María San Gil produzca tantos adeptos sin que haya explicado los motivos, que se haya tejido una malla de suspicacias hacia Rajoy sobre la base de la confianza absoluta en ella. No es la primera vez que el PP se aventura en un proceso de intenciones, pero sí que lo haga contra los propios en un indudable alarde de coherencia.
Si hay discrepancias políticas, se negocian. Cuando se está de acuerdo en las ideas y se desconfía de las personas, no hay más remedio que plantear una dirección alternativa que gestione adecuadamente la ponencia. Eso es precisamente lo que falta en esta hora sorprendente que ha llevado a Zapatero a declinar la invitación de valorar el estado de la cuestión: «Son tantas las cosas que pasan cada día que cualquier opinión puede ser desmentida al día siguiente».
Desde el 9 de marzo, el PP es una oposición que ha dimitido de sí misma y, en vez de recelar del Gobierno, prefiere sospechar de los suyos propios. La tarea de controlar los excesos del Ejecutivo en la financiación de las comunidades, por ejemplo, la ejercen, en justa compensación los barones socialistas de las autonomías de segunda.
Santiago González, EL MUNDO, 14/5/2008