Francesc de Carreras-El Confidencial
- Las instituciones están bien reguladas en la Constitución y las leyes, pero en la práctica están siendo mal aplicadas por las fuerzas políticas
El resultado de las elecciones en Castilla y León el domingo pasado han supuesto un fuerte batacazo para el partido que ha obtenido más votos. Graham Green, del que hoy nadie se acuerda pero fue un popular novelista en la segunda mitad del siglo pasado, publicó una ingeniosa y breve novela con el siguiente título: «El que pierde gana». Pues bien, un buen titular para estas elecciones podría ser el contrario: «El que gana pierde». ¿Por qué?
Porque, en efecto, esta fuerza política más votada urdió una estrategia temeraria y equivocada, de ahí el resultado. Pero hay algo peor, y de eso trata este artículo, ha utilizado de forma torticera las instituciones para obtener beneficios exclusivamente partidistas sin tener en cuenta los intereses generales canalizados a través de las leyes, aquellos que solo se defienden con lealtad al ordenamiento jurídico. Este partido se merece el mal resultado obtenido, este partido ha provocado una situación en la que, paradójicamente, a pesar de ser el más votado, es la víctima principal. Ese partido, no hace falta decirlo, es el PP.
¿Cuál era esa estrategia equivocada e institucionalmente desleal? La estrategia tenía una finalidad simplemente partidista. Tras el arrollador resultado de la Comunidad de Madrid en mayo, obtener en el febrero siguiente un triunfo similar en Castilla y León y, poco más adelante, también en Andalucía. Esta era la senda prevista. En los tres casos mediante elecciones anticipadas tras la disolución de las cámaras respectivas. Después de estas hipotéticas victorias, Casado se habría consagrado como líder incontestado dentro del PP y el camino estaría allanado para derrotar en las próximas elecciones al PSOE.
La institución de la disolución anticipada – o lo que es equivalente, convocar elecciones antes de cumplir el mandato de cuatro años prescrito por las leyes – sólo se justifica por carecer el gobierno de los apoyos parlamentarios suficientes para poder desarrollar su programa y, por tanto, impedirle gobernar. Esta es la única lógica constitucional de anticipar elecciones, absolutamente razonable desde la perspectiva democrática. Pero no es un instrumento que se pueda manejar al antojo del jefe del ejecutivo, con presunción de arbitrariedad y en beneficio de sus particulares intereses partidistas.
En el presente caso, no había razón alguna para disolver: el gobierno de coalición funcionaba con estabilidad y el socio de gobierno era fiable. Cuestión muy distinta a lo sucedido en Madrid, cuando Isabel Ayuso intuyó certeramente, horas después de la deshonesta treta de Ciudadanos a su socios del PP en Murcia, que ella podría ser la próxima víctima de una moción de censura. Reaccionó con rapidez: cuando las barbas de tu vecino veas cortar pon las tuyas a remojar. Eso hizo la presidenta de Madrid e hizo bien, la disolución estuvo justificada. Pero no fue el caso de las Cortes de Valladolid. Francisco Igea, líder de Ciudadanos en CyL, es un político sensato, inteligente y fiable. Mañueco podía estar tranquilo y lo sabía. Pero aceptó las temerarias órdenes de Génova, se puso la soga al cuello y ha sido víctima de esta fracasada estrategia, concebida en clave nacional.
Sin embargo, el PP no es, ni mucho menos, el único partido que ha utilizado las instituciones con el único fin de alcanzar el poder de forma espúrea sin tener en cuenta las graves consecuencias colaterales que ello comporta. La repetición de las elecciones de 2015 en 2016 ya fue un caso lamentable: se impuso el «No es no» de Pedro Sánchez. Todo menos un acuerdo que facilite formar gobierno cuando, precisamente, el acuerdo es la base del sistema parlamentario. Ahí comienza la polarización de la política española, el llamado «bloquismo», del que aún somos víctimas.
Después vino la famosa moción de censura de 2018 que aupó a Sánchez a la Presidencia del Gobierno sostenido por una mayoría incoherente y contradictoria: Podemos, nacionalistas independentistas y el PNV, este último como «perejil de todas las salsas», siempre dispuesto a sacar tajada. Duró sólo unos meses aquel gobierno imposible, ERC se descolgó cuando le convino.
Nueva disolución anticipada y convocatoria electoral en 2019. El principal obstáculo para el acuerdo fue esta vez la actitud de Rivera al desplazarse del centro a la derecha y negarse a pactar con el PSOE una mayoría cómoda, 180 diputados, que nos hubiera librado de la complicada situación en la que nos encontramos. Tras la repetición de elecciones, Sánchez ofrece inmediatamente a Podemos entrar en un gobierno de coalición, apoyado por la débil mayoría de la moción de censura de 2018. Y un detalle no menor: Vox obtiene 52 diputados.
¿Qué hay de común en estos distintos procesos, en estas mociones de censura y disoluciones anticipadas, por la incapacidad de pactar alianzas coherentes, que sólo conducen al desgobierno y a la inestabilidad política en la que estamos instalados desde estas épocas? Que las instituciones están bien reguladas en la Constitución y las leyes pero en la práctica están siendo mal aplicadas por las fuerzas políticas.
Ahí está el verdadero mal, la pieza defectuosa de un buen engranaje institucional. Si un Mercedes Benz se detiene en la carretera por falta de gasolina, la culpa no es del automóvil sino del conductor que ha olvidado llenar el depósito. Eso es lo que sucede en España: la máquina es buena, aunque quizás necesita algún remiendo, pero su funcionamiento es defectuoso sobre todo porque los partidos – los conductores – no se atienen a las reglas que señala el manual sino que juegan con las instituciones y se las saltan cuando les conviene.
A la postre, sin embargo, los partidos se equivocan y acaban pagando: Casado en apuros por una disolución injustificada en Castilla y León; Rivera convirtió a Ciudadanos en un partido inútil que está en vías de desaparecer; Sánchez, con su inestable y debilísima mayoría parlamentaria proveniente de una mal aplicada moción de censura, se ve obligado a convalidar el decreto-ley de reforma laboral – del que dicen es la norma más importante de la legislatura – por un voto equivocado… y encima de un diputado del PP. Penoso todo.
La desafección ciudadana crece, es palpable la orfandad de partido en que muchos han quedado. En esta comprometida tesitura, la opinión pública debe velar por el buen funcionamiento de las instituciones y, a su vez, los votantes deben castigar a las formaciones que sean institucionalmente desleales. Esta pueda ser la lección que nos han dejado las autonómicas del domingo pasado: que los que ganan, por tramposos, pierdan.