ABC 27/01/17
DAVID GISTAU
· Rajoy es una triste tierra de nadie entre épocas políticas: la próxima no la creará él, y de la anterior apenas queda nada
UN arrebato de lucidez –o de instinto conservador, o de simple miedo– impidió casi en el último instante que España se aventurara por una senda experimental de cambio de régimen. De los que estuvieron en situación de tripular aquello poco queda ya. Uno es el niño de la curva y el otro habla a los leños mientras su proyecto de asalto a los cielos se redujo a la dimensión de las conspiraciones internas. Gente en la que se ve próximo el cambio de tiempo verbal. Fueron.
Este acogerse a sagrado en la mediocridad reconocible consagró a Mariano Rajoy. Que Rajoy sea uno de los únicos estadistas ortodoxos que es posible vislumbrar en el porvenir inmediato, no ya de España, sino de Europa, constituye un diagnóstico atroz de cómo están España y Europa. Pero Rajoy carece de hálito fundador. Es un señor que responde a preguntas políticas concretas con un «va a llover» de ascensor, si es que responde. Como si cobrara un diezmo por el permiso de refugio en sus murallas, mantiene cautiva y crujida a impuestos con coartada socialdemócrata a una sociedad que, literalmente, no tiene otro lugar –otras siglas– adonde ir. Rajoy es una triste tierra de nadie entre épocas políticas: la próxima no la creará él, y de la anterior apenas queda nada salvo el hecho de ser un asidero para los que tienen miedo a experimentar y a entregarse a las cabalgadas de lo que se dio en llamar El Populismo: no sería la primera vez que en una Europa muerta no existiera otro dinamismo que ese.
Que de la época anterior no queda nada lo demuestra la destrucción de los mitos fundacionales, empezando por el de la Transición, que ha sido declarada aún pendiente por las fuerzas políticas cuya soberbia se arrogó la tarea (míralos ahora a todos ellos: uno habla a los leños y el otro paga Fantas y sufre berrinches por los que hay que invitarlo a cenar para que pueda contarlo). De la destrucción de los mitos fundacionales, acaso la más corrosiva esté siendo la del Rey Juan Carlos, a quien no faltaba sino el folletín de Bárbara Rey, después de los de Urdangarín, los leones y Corinna, para que se confirme que sobre él ha caído la que ha de ser la peor maldición de los personajes estatuarios: vivir lo suficiente para ver la propia posteridad arruinada. Qué lejos quedan los tiempos en que, más allá del respeto natural que hubiera, la figura de aquel Rey estaba blindada porque se lo consideraba una pieza fundamental de la estabilidad nacional: si caía él, pensaban nuestros mayores, España amanecía en el frente del Ebro. Ahora, la golpiza es brutal. Amortiguada tan sólo en términos políticos porque la abdicación cavó una zanja temporal gracias a la cual todos estos ataques disolventes afectan a un hombre y no a una jefatura de Estado. A la percepción de un hombre que, por añadidura, era la de una época española idealizada de la que sólo queda el miedo a entrar en la siguiente. Que sólo quede Rajoy lo dice todo.