IGNACIO CAMACHO-ABC
- Una campaña contra la oposición es el último recurso de un Gobierno fundido para tratar de resucitarse a sí mismo
ANALIZADAS las encuestas de comienzos de temporada y confrontadas con las estrategias de los dos grandes partidos, la única incógnita por despejar en este curso político es la de si un Gobierno fundido, amortizado, exangüe, marchito, es capaz de resucitarse a sí mismo. O más bien si puede lograrlo mediante una campaña contra la oposición, que es el método elegido por el sanchismo para tratar de revertir la creciente sensación sociológica del final de ciclo. Hasta ahora los sondeos son contundentes, explícitos: la imagen del presidente está hundida, su credibilidad bajo mínimos y la pesimista coyuntura económica no le da respiro. Sus aliados estables –Podemos, ERC y Bildu– le cobran cada vez más caras las dosis de oxígeno que necesita para mantenerse vivo pero ese apoyo de los radicales es de doble filo porque deteriora aún más la popularidad del Ejecutivo. La calle lo abuchea y las sucesivas derramas de subvenciones caen en el vacío. Para frenar ese declive continuo Moncloa lo ha fiado todo al éxito de su enésimo despliegue propagandístico, sólo que en esta ocasión no va dirigido a vender resultados sino a someter al rival a un ataque abrasivo.
En teoría, este tipo de maniobras casi nunca funcionan. No al menos si no van acompañadas de certezas tangibles que mitiguen la situación de zozobra. Sin embargo, la contraofensiva gubernamental prioriza la destrucción de la alternativa antes que el elogio de las cualidades propias, quizá porque parte de la dificultad objetiva de ofrecer mejoras. El argumentario es de una simpleza elemental, de una demagogia básica, literalmente desesperada: el PP es un títere de la plutocracia, un vasallo al servicio de los intereses de las compañías energéticas y la banca. Feijóo es un inútil –«insolvente»– con mala fe decidido a sacar ventaja de cualquier deterioro de la economía cotidiana. Y existe una conspiración de poderes ocultos –el clásico mantra populista– contra la mayoría social que la izquierda encarna.
En condiciones de normalidad, ese cuadro de brocha gorda no haría sino acelerar el fracaso. Sucede que en la política española rige desde hace tiempo una anomalía esencial, que es la polarización de bandos, el enfrentamiento arraigado de impulsos emocionales sectarios. Eso es lo que Sánchez pretende estimular como último recurso para evitar un desahucio que la demoscopia da por cantado. Ha vuelto a recurrir al victimismo que le permitió recuperar el liderazgo socialista hace seis años, cuando se presentó ante los militantes como objetivo de una conjura de Estado. Ahora la impostura es más difícil porque es él mismo quien tiene todos los resortes del poder en las manos, pero aún puede surtir efecto en ciertos sectores del electorado. Dependerá de que consiga desviar el foco de sus errores hacia los de un adversario al que el tiempo de espera se le puede acabar haciendo muy largo.