La destrucción de las naciones

EL CORREO 04/10/13
ANTONIO ELORZA

En Euskadi las ventajas del Concierto económico en tiempo de crisis han intervenido a la hora de congelar las demandas de soberanía

Por la mínima, la democracia italiana ha salvado una crisis de consecuencias imprevisibles. Hasta el último momento, la continuidad del Gobierno Letta se vio severamente amenazada por la pinza destructiva que en torno al mismo cernían la demagogia antisistema de Beppe Grillo y los coletazos del caimán, Silvio Berlusconi, dispuesto a hundir al país con tal de vengarse por su condena como delincuente. Solo el clarinazo imperioso de la situación económica, percibido por los ministros berlusconianos, permitió superar una votación de confianza a cara de perro, devolviendo la estabilidad al país.
Lo que estaba en juego era más que la caída de un gobierno y la entrada de Italia en una espiral de desastres. El desgaste de la democracia y del propio contenido político de la nación italiana habían de resultar inevitables. Con razón el portavoz de la separatista Lega Nord, en el programa más seguido de la televisión italiana, aprovechó el clima de inseguridad para plantear la necesidad de un Estado independiente en el norte de Italia, la Padania, siguiendo el ejemplo Cataluña en España. Puede decirse que todo el despliegue demagógico del Movimiento 5 Estrellas ha tendido involuntariamente a ese mismo fin: hacer de Italia un país ingobernable, donde la política se convierte en una expresión de malestar social, del cual emerge una descalificación radical de las instituciones y de la convivencia política. Italia como caos. La crisis de un sistema político, llegada a un cierto punto, precipita un proceso de destrucción de la nación.
Sabemos bien que las naciones no son la expresión de unas esencias, de unos rasgos inmutables existentes desde la prehistoria o desde la Edad Media que se proyectan sobre la historia a partir de un determinado momento, sea este al paleolítico del que surgiera el pueblo vasco, o la pintada de barras por Guifré el Pilós [Vifredo el Velloso] hace más de mil años. O desde el Cid. Las naciones son formaciones históricas, resultados de procesos de construcción y de consolidación en cuanto tales, pudiendo asimismo experimentar dinámicas de desagregación y de destrucción, constatables, si se me permite decirlo, de modo empírico. La existencia de factores tales como una historia singular, más o menos reforzada con mitos, de un idioma y de un desarrollo cultural propios, determinan la existencia de una identidad. Son los que configuran una personalidad nacional, y hacen posible el proyecto de una comunidad, sobre la base de ese sentimiento identitario, perfectamente observable asimismo en el plano empírico.
Es así como los estudios sociológicos han venido probando, desde los comienzos de la transición, que en España cabía hablar de «nación de naciones», en la medida que en Cataluña y en Euskadi prevalecía ampliamente una doble identidad, siempre con un peso dominante de la propia comunidad. La Constitución de 1978 lo asumió hasta el punto que las circunstancias lo permitían, al consagrar la existencia de naciones y nacionalidades. Finalmente, la proyección política de ese hecho se concretó en la presencia de subsistemas políticos, en cuyo marco coexistían partidos nacionalistas (dominantes) con otros de ámbito estatal. En un grado inferior de materialización, esa dinámica se inició también en Italia, con el apoyo de la derecha estatal (Berlusconi) hasta conseguir una preeminencia política la Lega Nord en la recién inventada Padania (Lombardía, Piamonte, Véneto): una crisis del Estado como la que estuvo a punto de estallar hubiese favorecido una subida en flecha de esa orientación centrífuga.
Es claro que por unos u otros caminos los nacionalismos vasco y catalán han actuado para alterar ese equilibrio, a efectos de imponer su concepción unitaria de la nación. La singularidad lingüística –la lengua ‘propia’ cuya posición hegemónica ha de verse reconocida como ‘normalización’– y, en general, el sistema de enseñanza, intervinieron en ese sentido. Con recurso sistemático a la violencia terrorista por un sector del nacionalismo vasco; ateniéndose a pautas democráticas hasta fecha reciente en el catalanismo. Y con notable éxito en ambos casos, si bien en Euskadi las ventajas del Concierto económico en tiempo de crisis han intervenido a la hora de congelar las demandas de soberanía.
El caso catalán ofrece un campo de estudio fascinante al respecto. Los elementos para la disyunción estaban ahí desde tiempo atrás, pero fue la aparición inesperada de una variable externa –la puesta en marcha por Zapatero y Maragall de una reforma estatutaria que a pocos interesaba, con fines electoralistas– lo que supuso abrir la caja de Pandora, y desencadenar un proceso en espiral de expectativas y frustraciones que han llevado a una intensa movilización y al predominio del independentismo, en nombre de una nación única, la catalana.
La mutación experimentada por el catalanismo ha coincidido además con la aparición de fracturas cada vez más graves en el Estado-nación español, al conjugarse una durísima crisis económica, en buena parte buscada, con altos niveles de corrupción económico-política, llevando al consiguiente desprestigio de partidos e instituciones. La debilidad de la resistencia intelectual, observable en el reverencialismo dominante sobre Cataluña, es un signo evidente de ese desplome de la conciencia nacional. Encuentras embajadores de España que ven en la defensa del orden constitucional puro y simple fascismo, historiadores casi de casa como Paul Preston que hace nada elogiaban a Juan Carlos I, «un rey del pueblo» y ahora refuerzan con sus condenas los panfletos institucionales dirigidos a difundir por el mundo la causa de la independencia catalana (‘Tot hom ho ha de saber’, Sàpiens), e intelectuales que desde la equidistancia, con análisis escasamente concretos, certifican la ruptura inevitable. Hasta Vicente del Bosque se sube al carro. Es la autodestrucción de la nación.