- Cataluña vive un proceso en el que las dosis de nacionalismo son diversas pero cubren el panorama de lo visible
Si hubiera que poner un jalón en la batalla del catalanismo por mantenerse como dominante de la vida política y social de Cataluña sería obligado referirse a un editorial, publicado en 2007, con un engolado título, “La dignidad de Cataluña”. Lo habían redactado en primeras nupcias dos personajes de trayectorias sinuosas; un notario asentado, el aragonés López Burniol, que había saltado de una obsesiva inclinación por redactar “cartas al director” a convertirse en espeso recitador de los lugares comunes patrocinados por sus clientes. La otra pluma del manifiesto no fue otro que un periodista, hoy ubicuo tertuliano, Enric Juliana, que adquirió maneras como corresponsal en el Vaticano tras una efímera travesía por “Bandera Roja” y el PSUC, referentes de la izquierda antifranquista.
“La dignidad de Cataluña” se convirtió en el ariete político de una Convergencia postpujolista, entonces capitaneada por un buscavidas con riñón cubierto, Artur Mas. Bastó que toda la prensa catalana se sumara al envite que retaba a la España constitucional y a todo aquel que dirigiera su mirada hacia la corrupta trama que rodeaba al poder en Cataluña. Trataba de ocultar el agujereado tapiz donde Jordi Pujol hacía de padrino y su especial secretario de fondos y promociones, Prenafeta, ejercía similar papel al de Bárcenas en el PP. Los dos Luises, Prenafeta y Bárcenas, coetáneos, ilustran una época y un modo de hacer política. La diferencia es que a Bárcenas no se le ocurría justificar su rapiña por la “dignidad de España”, mientras que Prenafeta se consideraba el alma de la Cataluña modélica, hasta el punto de ejercer de promotor de talentos mediáticos y literarios que a día de hoy tienen buen cuidado de no incluirlo en sus currículos.
Acaba de celebrarse la elección de presidente del Circulo de Economía, “El Cercle” en lenguaje de enterados. Un club de gente vinculada al poder económico catalán -1300 socios; sólo 50 menores de 40 años- que tuvo buen cuidado de no referirse jamás a algo tan aplastante para la aristocracia del dinero en Cataluña como fue la piñata del Palau de Barcelona, hoy tan olvidado y sin embargo de efectos tan presentes. Habría que recordar que “el Cercle” nació bajo el nombre de “Club Comodín”, y no es chiste porque el sarcasmo le viene de perillas a su trayectoria. Una nueva generación que aspira a enmarcar este lobby en una economía emperejilada. Sin novedades significativas, fuera de que se rompió el habitual consenso. Ganó la continuidad de Jaume Guardiola, con pedigrí del Barça, el Sabadell, Esade, lo que es tanto como referirse al sustrato adecuado de catalanismo que evite los rechazos.
Cataluña vive un proceso en el que las dosis de nacionalismo son diversas pero cubren el panorama de lo visible, empezando por el mediático. Frente a una sociedad cada vez más alérgica a la dogmática identitaria subsiste sin embargo en los medios de comunicación, en la tropa que abreva en las redes y cómo no, en la clase política de últimas rebajas. Plantear un 25% de castellano en la enseñanza pública se entiende como una provocación para los rescoldos del espíritu pujoliano que lo empaña todo. “Las esencias, nos quieren robar las esencias; ellos, que son iguales, mientras nosotros somos diferentes”.
La hipocresía, que es la marca de la casa del catalanismo, instituyó que lo válido para los demás no tiene por qué ser para ellos. Cabe recordar aquel arrebato cínico –“A partir de ahora cuando se hable de honradez hemos de hacerlo nosotros”- dijo el President en discurso muy celebrado. Adaptada a los tiempos no otra cosa es que la presidenta del Parlament, Laura Borrás, rechace dimitir tras su incontestable entrega de fondos públicos a un amigo, por lo demás reincidente y traficante. Le piden seis años de cárcel, pero no va con ella ni tampoco con el daltónico Parlament. La misma letanía.
La cultura en Cataluña podrá ser un erial de mediocridad, como otras, pero tiene el rasgo identitario del abrevadero. Laura Borrás fue durante años directora del Instituto de las Letras Catalanas; como antes su colega Quim Torra. El gremio del talento sólo emite el ruidito gruñón de los gorrinos cuando pujan por hacerse con su ración de pitanza. Ni una muestra de dignidad, ni siquiera vergüenza por aquella machada de la Feria de Frankfurt, donde se contabilizaron 680 talentos de la cultura, a pan y mantel. Ni los chinos hubieran osado tan oficial y numerosa corte del ingenio.
Si hay algo que causa perplejidad para quienes seguimos el anodino mundo de la cultura catalanista -en tiempos más oscuros se denominaba sin empacho “cultureta”- es su desvergüenza. Nada los ruboriza. Son inmunes a la dignidad mínima exigible en una sociedad abierta y responsable de sus actos y tropelías. La subvención institucional, que mejor habría de denominarse “promociones del Virreinato”, abarca el ámbito de una lengua surgida para expresarse y hacerla viva, y no para convertirla en pasaporte de la mediocridad y la servidumbre.
Agotada la cantera del catalanismo convergente la izquierda institucional ha venido a cubrir el vacío. Los herederos del mundo imaginario de la catalanidad ya no tienen nostalgias del pujolismo, pero han quedado las flores secas del cementerio, una singularidad del paisaje político catalán. Enviciados en la política como modo de vida, la izquierda institucional que procedía del PSUC -los comunistas catalanes- se ha convertido en la tropa ideológica de los únicos que pueden concederles un lugar a cargo de los presupuestos. La fantasmal familia de los “Bandera Roja”, el grupo que fundarán Alfonso Carlos Comín, padre del independentista de Waterloo, y Jordi Solé Tura, con el objetivo de radicalizar a los comunistas en los años 70, ahora son los floreros del PSC, de los Comunes de Ada Colau, o de la CUP arrebatada de los barrios altos. El que fuera último secretario general del PSUC, Rafael Ribó, “Síndico de agravios” en la traducción autóctona, cumplió su papel de palanganero de la catalanidad independentista, a muy buen precio y con regalías.
La dignidad de Cataluña está tan deteriorada que los nuevos albaceas del erial posmoderno dan en pensar que el futuro caerá del cielo en forma de un joven empresariado tecnológico, ajeno a los avatares de un presente turbio. Son tan iguales que se aferran a la lengua “propia” como el único clavo donde colgar su fracaso político. Nada importante, salvo que han conseguido convertir una tierra fructífera en un desierto sin oasis. Les queda la pasividad de los camellos; seguir la ruta y aguantar en la senda que ni ellos mismos sueñan alcanzar. La hipocresía que les amamantó desde adolescentes.