JORGE DE ESTEBAN-EL MUNDO

El autor espera que no se produzcan incidentes durante la celebración en Cataluña de la fiesta que debiera ser de todos los ciudadanos, pero que ha sido secuestrada exclusivamente por el independentismo.

HOY HACE exactamente seis años que, a las 20.25 de la tarde, recibí, en uno de los móviles que tenía entonces, el siguiente enigmático mensaje en catalán: «T’espero demà a les 17 hores, al passeig de Gràcia amb Consell de Cent». Y lo firmaba Oriol Pujol, por lo que pensé que posiblemente sería el hijo de Jordi Pujol, el único que se dedicaba a la política y que en ese momento era secretario general de CiU.

Parecía claro que ese mensaje no era para mí, puesto que ni conozco a este personaje, ni hablo catalán –aunque en la intimidad lo lea sin dificultad–, ni tampoco estaba en Barcelona, sino en Madrid. En suma, pensé que era un error más de estas maquinitas complejas que no tenemos más remedio que usar en estos días. Pero el azar también juega en nuestras vidas, porque me había llegado precisamente a mí, que por mi especialidad llevo años desentrañando el llamado, desde Ortega, problema catalán. En todo caso, pensé que ahí se acababa el equívoco. No fue así. No hace falta recordar que ese día era la víspera de la famosa Diada multitudinaria de 2012, que tendría una enorme repercusión.

Al día siguiente me llegó un nuevo mensaje de tan ilustre político catalán, el cual estaba destinado a ser el sucesor de Artur Mas como líder de Convergència. Decía así: «Aquesta Diada guanyem la llibertat». Y volvía a firmarlo Oriol Pujol. Empecé entonces a mosquearme, porque tal vez el mensaje era realmente para mí y me lo enviaba con ánimo de provocarme o, si acaso, de seducirme políticamente, por decirlo así. Pero, claro, decirle a un especialista del Derecho Constitucional y la Ciencia Política que Cataluña, con motivo de su Fiesta «Nacional», iba a conseguir la libertad, parecía una tomadura de pelo. En ese momento, era la Comunidad Autónoma de España con un mayor nivel de vida en los aspectos económicos, culturales y políticos, es decir, algo que jamás había disfrutado en su historia.

Fue entonces cuando empecé a pensar que para analizar lo que venía ocurriendo desde hacía años en esta región había que tener en cuenta que las palabras para los nacionalistas catalanes son polimorfas y que con ellas se pueden decir cosas diferentes, según conveniencia, como le ocurría igualmente a aquel obispo, amante de los buenos solomillos de ternera, que cuando llegaba la Cuaresma obligaba a su cocinero a que denominase su manjar favorito con el nombre de un pescado para no violar las normas litúrgicas. Pues bien, de igual manera, cuando Oriol Pujol hablaba de «libertad», lo que estaba queriendo decir era «independencia».

Sea lo que fuere, recibí finalmente un tercer mensaje ese día a las 22.23 horas. Decía así: «Hem escrit una página de la Historia de Catalunya amb lletres majuscules. Gracies per ser-hi». En ese momento me convencí definitivamente de que el mensaje no era para mí, porque yo no me había movido de Madrid, pero me quedé con la curiosidad de saber a quién iban dirigidas sus proclamas. Después, Oriol Pujol fue imputado por varios delitos de corrupción y pronto será juzgado.

En las Diadas que presidió Jordi Pujol, entre 1980 y 2003, los nacionalistas de entonces no pedían abiertamente la independencia y la composición de las manifestaciones era de carácter plural. Ciertamente, también fue así durante las presidencias de Pasqual Maragall y de José Montilla. Pero todo comenzó a teñirse de un color nacionalista radical con la llegada de Artur Mas. En la masiva manifestación del 11 de septiembre de 2012, organizada fundamentalmente por dos activas asociaciones culturales independentistas –Òmnium Cultural y ANC, las cuales si estuviesen en Alemania habrían sido prohibidas según lo que señala el artículo 9.2 de la Ley Fundamental de Bonn–, se reclamó por primera vez sin ambages la independencia. Después, en 2016 y 2017, llegaron las Diadas de la época de Puigdemont, menos masivas que la de 2012. Poco antes de la de 2017 el Govern había logrado que una mayoría del Parlament aprobase dos leyes que constituían un claro golpe de Estado o rebelión sui generis, pues según señala el artículo 472 del Código Penal –a pesar de lo que digan unos catedráticos pazguatos de Derecho Penal, en un escrito que ha hecho mucho daño a la democracia española– «son reos del delito de rebelión los que se alzaren violenta y públicamente para derogar, suspender o modificar total o parcialmente la Constitución».

En efecto, se alzaron violentamente, porque neutralizaron coactivamente a la oposición para que no impidiese esa vileza y, en consecuencia, los partidos constitucionalistas se vieron obligados a abandonar el Hemiciclo, sin votar en un acto que situaba a los que votaron ambas leyes fuera del orden constitucional español. En efecto, el artículo 2.4 del actual Estatuto catalán sostiene que «los poderes de la Generalitat emanan del pueblo de Cataluña y se ejercen de acuerdo con lo establecido en el presente Estatuto y la Constitución». En consecuencia, el contenido de las leyes aprobadas permitía lograr la secesión de Cataluña tras celebrarse el referéndum ilegal del 1 de octubre, esto es, a través de la Ley del Derecho de Autodeterminación del día 6 de septiembre y de la Ley de Transitoriedad Jurídica y Fundacional de la República aprobada al día siguiente. Sendas normas iban dirigidas, según se deduce del Código Penal, a romper el orden constitucional (Art.472, punto 1) y a declarar la independencia de una parte del territorio nacional (Art. 472, punto 5). Digámoslo claramente: ¿hay alguien, que no sea un niño, que pueda sostener que esos dos objetivos señalados en el CP se pueden conseguir en cualquier país democrático sin utilizar ninguna clase de violencia? Sería, sólo a través de una modificación constitucional utópica o, mejor aún, por medio de una partida de cartas o de un sorteo como la bonoloto. Todo el mundo sabe que cuando se buscan los dos objetivos señalados es imposible conseguirlos si no se utiliza o se maneja cualquier clase de violencia por muy sofisticada que sea. Cuando el legislador no redacta con precisión las normas es necesario que se interpreten utilizando el sentido común. Por consiguiente, 72 diputados independentistas incurrieron teóricamente en el delito de rebelión y todos ellos podrían haber sido imputados tras aprobar esas leyes. Porque habiendo actuado así ya no les protegían en absoluto los privilegios de inviolabilidad e inmunidad que el Estatut, en el artículo 57.1 y el Reglamento de la Cámara, en los artículos 21 y 22, reconocen a todos los diputados. Estas garantías dejan de ser efectivas cuando se sitúan fuera del ordenamiento constitucional. De ahí que en este caso no pintaba nada el Tribunal Constitucional al que recurrió el Gobierno. Lo lógico hubiera sido imputar a los 72 diputados y aplicar el artículo 155 o el 116 de la Constitución. Pero no se hizo así porque estábamos gobernados por timoratos que parecían no saber que la fuerza legítima del Estado se debe usar cuando alguien rebasa el encuadramiento constitucional que nos hemos dado democráticamente.

PERO, EN FIN, las cosas están así y ya no se pueden cambiar. Mañana se celebra la Diada, pero desde hace ya varios años no es la fiesta de todos los catalanes, sino, como mucho, del 50%, pues en la actualidad existen dos Cataluñas, como también han existido dos Españas y así nos ha ido. Por eso hay que repetir las palabras sensatas del diputado de Esquerra Joan Tardá, que hace sólo unos días dijo: «Si algún independentista estúpido plantea imponer la independencia sin tener en cuenta al 50% de catalanes que no lo es, está absolutamente equivocado». Estamos, pues, ante la Diada del copresidente Torra (el otro no se atreve a aparecer por ahí), a la que asistirán casi únicamente los independentistas estúpidos citados por el diputado de Esquerra.

Teniendo en cuenta cómo es el caballero Torra, que posee incontinencia verbal y escrita, podría suceder cualquier cosa. Sostiene que es un demócrata, mientras mantiene cerrado el Parlament para silenciar a la oposición; dice que este órgano es la sede de la soberanía nacional de Cataluña, pero ni ésta tiene soberanía ni la mitad de la Cámara lo admitiría; considera que su lucha es la misma que adoptaron Nelson Mandela y Martin Luther King, pero el primero se pasó muchos años en prisión por sus ideas y el segundo murió por defender las suyas, mientras que él quiere que se le regale la presidencia de una República inexistente, con vistas a la playa; defiende un derecho de autodeterminación para Cataluña como en Quebec o en Escocia, pero allí nadie reclamó tal derecho para realizar sus referéndums, porque no existe en los países democráticos…

Podría seguir contando más batallitas de este político de pacotilla, que, sin embargo, impone sus caprichos al actual presidente del Gobierno de España, como, por ejemplo, el traspaso de los golpistas presos a una cárcel de Barcelona, la cual parece más bien un casino de provincias donde todo el mundo entra de visita y de donde todos los presos podrían salir –como ha prometido–, especialmente si le da por inspirarse en los inicios de la Revolución francesa y quiere imitar, con sus seguidores, el asalto a la prisión de la Bastilla, donde sólo había cuatro o cinco delincuentes. En todo caso, esperemos que contenga su ardor guerrero y no haya mañana incidentes violentos en un día festivo que debe ser para todos los catalanes y no sólo para los que han perdido el seny. Por lo demás, Torra debería aclarar qué quiere decir cuando afirma que quiere llegar «hasta donde llegó Puigdemont». ¿Se refiere a Bruselas o más lejos?

Jorge de Esteban es catedrático de Derecho Constitucional y presidente del Consejo Editorial de EL MUNDO.