FERNANDO VALLESPÍN-EL PAÍS

  • Algo se está quebrando en nuestros sistemas de representación, esa extraña alquimia que permitía que lo que en realidad es un gobierno de “parte” pueda interpretarse en interés de todos

Como es sabido, el presidente de la Cámara de Representantes estadounidense, Kevin McCarthy, fue destituido por ocho votos disidentes del partido republicano, contribuyendo al bloqueo completo de la cámara, e incluso a la sugerencia de que Trump ocupe dicho cargo transitoriamente hasta una nueva elección del presidente sustituto. Si ya fue una proeza elegir a McCarthy, ahora pueden resurgir los conflictos internos en el Grand Old Party mientras los demócratas vuelven a regocijarse de las divisiones internas de los republicanos. Que en el camino se paralice el proceso legislativo parece una cuestión secundaria, el patriotismo de partido hace tiempo, ya que ha sustituido a las consideraciones del bien común. No van a ser menos que los republicanos, que han puesto toda la política estadounidense en el disparadero por defender el trumpismo, una verdadera máquina de picar instituciones.

Matt Gaetz, el diputado instigador de la revuelta, no hace más que seguir la dinámica en la que ya llevan instalados los republicanos desde hace años. Primero fue la facción del Tea Party quien fagocitó ideológicamente al partido entero. De ahí salió la hegemonía trumpista, y de esta la proliferación de caucus (organizaciones), cada cual con su agenda. Aunque la que todos comparten es saltarse los límites institucionales que puedan interponerse en su camino hacia el poder. Ya sea rediseñando las circunscripciones (gerrymandering), no reconociendo resultados electorales o boicoteando la aprobación del presupuesto para conseguir “cerrar el Gobierno”. Por cierto, la causa inmediata para la votación contra McCarthy es que este había llegado a un acuerdo de mínimos con los demócratas sobre el techo de gasto para no paralizar la administración federal.

Esta patología estadounidense forma parte de una tendencia que han desvelado acertadamente Levitsky y Ziblatt, los autores de Así mueren las democracias, en su último libro, La tiranía de la minoría. Su tesis es que las democracias liberales habían estado hasta ahora preocupadas por el potencial despotismo de las mayorías, eso frente a lo que advertían los Stuart Mill y Tocqueville, que hicieron imperativa la existencia de instituciones contramayoritarias. Pero ahora resulta que grupos minoritarios tienen una creciente capacidad para subvertir los procesos políticos. Lo que en otros sistemas políticos se traduce en un creciente fraccionamiento del sistema de partidos, en Estados Unidos se traslada al interior de estos, en particular al republicano. Hasta hace bien poco asistimos a un espectáculo parecido entre los tories británicos, que parecían sentir un impulso insuperable por devorar a sus primeros ministros. Y en los sistemas multipartidistas es cada vez mayor el peso de grupos minoritarios a la hora de construir coaliciones o lograr acuerdos para la gobernabilidad. Piensen el Israel, por ejemplo, donde las exigencias de los ultraortodoxos han provocado una crisis inédita. Aunque no hace falta irse tan lejos, seguro que esto les suena. Algo se está quebrando en nuestros sistemas de representación, esa extraña alquimia que permitía que lo que en realidad es un gobierno de “parte” —de ahí viene “partido”— pueda interpretarse en interés de todos.