MANUEL GARCÍA nació en Castro del Río (Córdoba); llegó a Cataluña hace 50 años. Convertido en pequeño empresario de la restauración, regenta un negocio en Blanes. Simpatizante del PSC, ha dicho basta; basta a los lazos amarillos en su negocio. La reacción del poble es la conocida: el boicot, las amenazas, las agresiones… El pasado sábado sufrió un escrache promovido por los partidos y organizaciones secesionistas, encabezados por el Comité local de Defensa de la República (CDR).
No es el único caso. Es la otra Cataluña, la que Q. Torra y sus seguidores se niegan a reconocer. Como ha afirmado Torra, «un catalán que aspire a ser español no es nada». Es la nada; no existe; no debe existir. Niegan su existencia, niegan sus derechos. Manuel ya prevé que deberá irse, como tantos otros.
La Cataluña oficial es otra, a la que Torra se dirigió en su conferencia del pasado martes; la que inaugura el mes de gloria del secesionismo; la expresión esencialista del nacionalismo, de lo que es, de lo que quiere y de cómo lo conseguirá. La conferencia ha sido calificada como pregón: el pregón en las fiestas otoñales (León Gross). Es, según la definición del Diccionario de la Lengua Española, el «discurso elogioso en que se anuncia al público la celebración de una festividad y se le incita a participar en ella»; elogioso de lo alcanzado y de incitación a continuar en el procés.
En primer lugar, la aversión a la democracia. El lugar elegido es un teatro, presidido por un gran lazo amarillo. ¡El símbolo de la liberación es lo que sirve para atar! Enfrente, un público callado; ante el gran líder de un sol poble sólo cabe el aplauso, el asentimiento. Un gran acto religioso en el que el sacerdote pone voz a la verdad y el público, la aquiescencia. El poble es el poble elegido; y sus dirigentes, sus clérigos.
Ni comparecencia, ni intervención, ni debate en el Parlament. La institución de la democracia no encaja en el relato identitario: si hay un único poble, unido, entregado, luchador… ¿cómo el partido ganador de las pasadas elecciones puede dar existencia a la «nada»? Se rompe el mito, en consecuencia, se cierra el Parlament; se substituyen los debates parlamentarios por pregones, por arengas.
En segundo lugar, el mito del poble catalán. En las 19 páginas de discurso, la palabra poble se repite más de 50 veces. Es «un sol poble», cohesionado, «un poble de opción, no… de DNI ni pasaporte», tolerante, respetuoso, de paz. Un poble maduro, plural, crítico, adulto, soberano, solidario, comprometido con la igualdad, unido contra el fascismo, … «una sociedad mayoritariamente comprometida con la causa justa de la independencia de Cataluña». Sobran los Manueles, las Ineses, los Pedros, los Alberts, los Josés… los que no encajan en el estereotipo político, lingüístico… Los que, en palabras de Torra, son los «tarados», las «bestias con forma humana», con «un pequeño bache en su cadena de ADN».
En tercer lugar, el hilo conductor del discurso secesionista es represión v. «procés independentista radicalmentdemocràtici pacífic». Entra en juego el heroísmo; el sentimiento. Torra, llevado por la emoción, nos habla de «vidas robadas, de instantes de amor secuestrados, de miradas entre barrotes. Os hablo de las lágrimas derramadas». El peso del escenario se deja sentir; en un teatro, un mal poeta, ante un auditorio entregado, el pregón y sólo el pregón. Se habla de disonancia cognitiva cuando una persona sufre el conflicto entre pensar una cosa y actuar de otra; entre los hechos observados y las ideas (expresadas). Cuando hay tanta distancia entre el poble y la realidad, la ideología del nacionalismo es la que hace posible reducir la disonancia. Asumirla, convierte lo imaginado en lo real. La ideología no es una guía para la acción; es la descripción de los hechos. La adhesión pasa a ser fanática; es el fanatismo.
En cuarto lugar, el nacionalismo, según A. D. Smith, se organiza alrededor de tres ideas fundamentales: identidad, unidad y soberanía. La nación, entendida como entidad natural, perenne, disfruta de unos derechos que no admiten límite o restricción. Toda nación tiene el derecho a aspirar a la máxima expresión de su libertad. Que sea, como sostuviera, de manera convincente E. Hobsbawm, una invención, no le ha restado fuerza. Al contrario, el mayor éxito del nacionalismo es haber creado a la nación, titular de unos derechos tan naturales como su propia existencia, que es la que le da sentido. No importa la circularidad simplona del razonamiento. En el fondo, son los sentimientos de pertenencia y de exclusión. La poesía, el relato heroico, la persecución… son suficientes.
Los derechos nacionales son absolutos. El Abate Sieyès, a comienzos de 1789, en un panfleto dedicado al tercer estado, identificado como la nación, proclamaba que «la nación existe antes que todas las demás cosas y es el origen de todo. Su voluntad es siempre conforme a derecho, es la ley misma… En cualquier forma en que se presente la voluntad de la nación, su voluntad será suficiente; todas las formas son válidas y su voluntad es siempre la ley suprema». Inventada la nación, titular de derechos absolutos, cualquier restricción es inadmisible. Torra centra su soflama en aquello que encarna, en el momento presente, la limitación a la voluntad de su nación; el único poder efectivo contra el secesionismo: los Tribunales.
En quinto lugar, el Poder Judicial es la bestia negra. Torra habla de «persecuciones judiciales», «legalismo autoritario», «violencias legales y judiciales», «juicio político, una herramienta más de la que se ha valido el Estado para tratar de anular una idea, de combatir desde la no política lo que es una cuestión política», «gran causa general contra los derechos civiles y nacionales que el Estado español ha instruido y mantiene»; «acto de venganza contra ellos [los presos] y, también, contra todo el pueblo de Cataluña»; «causa general contra el independentismo». Y amenaza que «las sentencias contra los presos políticos [que] sólo podemos concebir como absolutorias, porque los delitos de los que son acusados nuestros compañeros son inexistentes»; «no nos resignamos a unas sentencias injustas que sólo llevarían más dolor, más conflicto, más represión». Los tribunales tienen que soportar el peso del Estado democrático de Derecho contra el golpismo. Hablamos de personas, de jueces. Algunos, como el magistrado Llarena, y no es el único, han tenido que sufrir las consecuencias, incluso, personales del ejercicio de su función. Esas personas hoy se sienten más vulnerables. El titubeo del Gobierno Sánchez en la defensa de Llarena les ha sembrado de dudas.
Y, por último, sobre el Gobierno Sánchez, Torra reconoce que es «interesante» que haya «reconocido la crisis institucional provocada por la sentencia contra el Estatuto y, al mismo tiempo, que la solución tiene que venir por una vía política y democrática». Sánchez ha asumido este discurso cuando ha afirmado categóricamente que «Cataluña, tras la sentencia del Constitucional, tiene un Estatuto que no votó». No sólo es incorrecto, sino falso: el que el Tribunal Constitucional haya anulado 14 artículos de 223 porque violentaban, de manera escandalosa, la unidad del Poder Judicial con la creación de una organización propia de gobierno de los jueces, no sólo no le resta vigencia al Estatuto sino que, precisamente, el haber superado mayoritariamente el control de constitucionalidad, lo refuerza.
SE QUIERE NEGOCIAR, se nos dice; apaciguar al monstruo, pero asumiendo sus coordenadas ideológicas. El líder del PSC, Miquel Iceta, ha propuesto a su partido como «instrumento de reencuentro nacional», en contraposición, nos dice, a un presidente de la Generalitat que se dirige «sólo a la mitad» de catalanes. Es significativo, para Iceta la nación (catalana) es el lugar de reunión de los catalanes; Torra ya decía que «un catalán que aspire a ser español no es nada». No hay «nada» fuera del marco ideológico y político del nacionalismo. ¿Qué hacer con los que no comparten la vuelta al redil nacional, los que no participan, como lo definió Arcadi Espada, en su magnífico libro recientemente reeditado (Contra Catalunya), la preexistencia de la nación, el «axioma fundamental y antihistórico de Cataluña»? Nos lo imaginamos. Los ojos de Manuel nos lo dicen.
Andrés Betancor es catedrático de Derecho administrativo de la Universidad Pompeu Fabra.