EL MUNDO 17/06/16 – JORGE BUSTOS
· Parece que a los españoles no les emociona que a don Mariano le emocione un campo de alcachofas. En cambio debería emocionarles la carta a sus padres de una bióloga molecular cuya pupila desaguaba orinocos al cierre de cada capítulo de Espinete, lo cual no le impide integrar la generación más preparada de la historia, lo cual no le impide votar a Unidos Podemos. Desde luego cada quien se emociona con lo que puede, pero entre las moléculas populistas y las alcachofas tudelanas uno considera más noble conmoverse ante las segundas.
La química sentimental del gabinete del doctor Iglesias de momento ha deparado un revival de Llach y un documental de Aranoa, mientras que la agricultura mediterránea inspiró las Geórgicas de Virgilio y las odas al beatus ille de Fray Luis, a quien sin sospecharlo cita don Mariano cuando confiesa: «Ya me gustaría a mí vivir en el campo». Para combatir el sobrepeso telecrático don Mariano nos propone la dieta de la alcachofa.
La diferencia entre la emoción podémica y la emoción marianista es que la primera está sostenida por la expectativa y la segunda se apoya en la realidad. En Rajoy habita ese instinto materialista de la provincia que desconfía de los ideales abstractos. Algo se ablanda dentro de él cuando acaricia la tierna cabeza de una alcachofa española que terminará en la boca de un comensal neoyorquino, viaje fabuloso que la globalización ha despojado de misterio.
La bióloga podemita, en cambio, cuando sale del laboratorio se entrega a platonismos tan vagos como «valores», «principios», «ola de cambio», «ilusión» y un improbable sorpasso que la «I+D+i» le va a infligir a «la juerga» en España. Semejante fe en la política revela una simpleza dramática como la que ha descubierto Richard Ford en los votantes de Trump: «Intentaría hacer sus vidas más llevaderas, si pudiera. Les falta el consuelo de la imaginación. Y las novelas pueden aportar eso». Claro que pueden: un adulto es precisamente alguien que distingue una novela de un programa electoral.
Sobre esta necesidad de grandes palabras y ecuménicos sentimientos en que incurren las formas más inquietantes de la política ya reflexionó Kundera en La insoportable levedad del ser, ambientada en un lugar donde el comunismo tiene prohibida la fealdad, es decir, ha instaurado el kitsch. Uno sabe que está en un país de esclavos porque todos desfilan y sonríen al unísono. Como factoría de kitsch, la mercadotecnia electoral de Unidos Podemos no tiene rival. El kitsch es la imposición de la estética de las emociones frente a la de los hechos, la puesta en escena de una belleza obligatoria.
Es el jardín de las delicias pintado por Warhol: un paraíso reproducible y mecánico, gratuito. El que pinta El Bosco, por el contrario, detalla el precio singular de cada acción humana: ninguna libertad queda sin consecuencia, ninguna pasión sin sátira, ningún derroche sin factura. El Bosco es por eso el más moral de los pintores inmorales. Resulta tan subversivo, tan opuesto al kitsch, porque cree ciegamente en una categoría abolida por la modernidad: el pecado. Lo suyo es el infierno incluso cuando dibuja el cielo, el dolor hasta si retrata el gozo: el reverso de la tabla del Niño Jesús jugando presenta a Cristo camino del Calvario. El Bosco practica la campaña del miedo, ricino para dulzuras populistas.
En el tríptico del Juicio Final, si uno se fija bien, se ve un colegio electoral echando humo y a cuatro esqueletos persiguiéndose en círculo con una alcachofa en la mano.
EL MUNDO 17/06/16 – JORGE BUSTOS