Ludger Mees, EL PAÍS, 20/7/2011
Tras décadas de existencia subalterna bajo el mando de un grupo armado, esta transformación de la izquierda abertzale en un partido/movimiento nacionalista secularizado, democrático y respetuoso con el pluralismo vasco, no se producirá de un día para otro.
Existe una palabra en alemán -para no nativos más o menos impronunciable- que, debido a su popularidad en los últimos años, incluso ha entrado en los diccionarios coloquiales de otros idiomas. Se trata de Vergangenheitsbewältigung. Describe ese largo proceso de confrontación pública sin tabúes con el pasado nacionalsocialista que, desde finales de la década de los sesenta, acabó con ese tiempo de silencio autoimpuesto que, tras el fin de la guerra, había permitido a los sobrevivientes de la catástrofe alemana reconstruir el país en medio de un artificial ambiente de normalidad y crecimiento económico.
Obviamente, las diferencias históricas son abismales, pero sigo pensando que en estos momentos en los que estamos vislumbrando en el País Vasco, por primera vez desde hace cuatro décadas, una posibilidad real y tangible, no solo basada en un piadoso wishful thinking, de entrar en una nueva etapa pos-ETA, ha llegado la hora para un gran debate -no solo académico- sobre la que para mí es la pregunta básica: ¿cómo fue posible que en una sociedad desarrollada y culta como la vasca pudo perdurar y reproducirse un fenómeno violento como ETA durante tanto tiempo?
La Vergangenheitsbewältigung a la vasca no puede funcionar sin la participación de todos. Para ello es imprescindible que la amenaza del terror acabe desapareciendo definitivamente para que el miedo no interfiera como (auto) censor. Para ello resulta necesario también que se vaya confirmando la reconversión democrática y la desmilitarización mental de la izquierda abertzale. Desde el respeto a las reglas, ella debe participar para contestar a las críticas y presentar su versión de la jugada.
Y es que hay preguntas incómodas para todos. Todas las fuerzas democráticas deberían preguntarse si sus tentaciones de instrumentalizar el fenómeno del terrorismo -para presionar a Madrid o para asegurarse mayorías políticas, o para ganar votos en el resto del Estado- ha sido uno de los factores que han alargado tanto el ciclo vital de ETA.
Los diferentes sectores de la sociedad civil no tendrán fácil encontrar una respuesta a la pregunta de si a lo largo de los años realmente han realizado un esfuerzo suficiente para combatir a la violencia y sus aliados, o si no ha ocurrido más bien lo contrario. Seguimos sin saber quién fue el «señor X» que mandó montar el contraterrorismo de los GAL, de cuyos responsables convictos, si no estoy mal informado, nadie sigue en la cárcel.
Con todo, serán la izquierda abertzale y sus herederos los que tendrán que enfrentarse a las preguntas más comprometidas, muchas de ellas derivadas de experiencias dramáticas. No creo que ni para dicho colectivo, ni para la sociedad vasca en general, sea bueno abortar este necesario debate con la tan recurrente respuesta de que hay que mirar al futuro, y no al pasado. Sin pasado no puede haber futuro, y si se aplaza el debate volverá más tarde con mayor virulencia, tal y como ocurrió en el caso alemán. Desde la postura de fortaleza electoral y acreditado como partido/coalición formalmente normal como cualquier otro, Bildu/Sortu no deberían rehuir estas preguntas, empezando por la que está en la boca de todos, incluso de muchos de sus votantes: ¿por qué tardaron más de 800 muertos hasta darse cuenta de que el ciclo de la violencia política se había acabado? ¿Quién es el responsable de la «pedofilia política» (X. Aierdi) que ha destruido la vida de tantos jóvenes que mataban creyéndose héroes de la patria?
Aquí ya no puede bastar la referencia al contencioso entre Euskal Herria y España que habría generado la violencia como si de un inevitable fenómeno climatológico se tratara. La respuesta a estos interrogantes debería, al contrario, adentrarse en el análisis de la exitosa construcción de una microsociedad paralela funcionando como una religión civil, en la que Dios era sustituido por la nación, el sacerdote por la vanguardia armada y los mártires por los gudaris caídos. La tolerancia cero ante los sucesivos intentos de reproducir este discurso y de exhibir en público sus símbolos ha contribuido a resquebrajar los sólidos muros de contención de esta sociedad paralela, pero tiene que ser la propia izquierda abertzale la que de aquí en adelante se esfuerce para que los aires nuevos también lleguen a todos los mecanismos de su microcosmos. No será fácil que unos jóvenes que durante años han mamado la idea de que un terrorista que mata está dando un supremo ejemplo de abnegación y amor a la patria lleguen a la conclusión de que en democracia no hay patria y bandera por la que merezca la pena matar o morir. Quizás la responsabilidad institucional, con su necesidad de ceder, pactar y abandonar los planteamientos maximalistas, pueda producir, a medio plazo, un sano efecto corrector en este sentido.
Tras décadas de existencia subalterna bajo el mando de un grupo armado, esta transformación de la izquierda abertzale en un partido/movimiento nacionalista secularizado, democrático y respetuoso con el pluralismo vasco, no se producirá de un día para otro. Durante los próximos meses se verá si este colectivo es capaz de acometer la necesaria reelaboración crítica del reciente pasado vasco y si, efectivamente, su transición hacia la democracia no tiene vuelta atrás.