Carlos Sánchez-El Confidencial
- Hay otra forma de hacer política. Ampliar los consensos es más eficaz que caer en el clientelismo. El presidente italiano ha reivindicado la dignidad de la política y ha alzado su voz contra la degradación del parlamento
La casualidad ha querido que casi al mismo tiempo que el Congreso de los Diputados votaba la convalidación de la reforma laboral en una bochornosa sesión, Sergio Mattarella, el presidente italiano, estuviera pronunciando en el parlamento de su país el discurso inaugural de su segundo mandato.
El jurista Mattarella (81 años), que ha renovado a regañadientes ante la falta de acuerdo de los partidos para elegir un sucesor, utilizó en 18 ocasiones el término dignidad durante los 37 minutos que duró su intervención, y no hay duda de que sabe de lo que habla. Su padre fue un luchador antifascista de la vieja democracia cristiana del gran europeísta Alcide De Gasperi y un hermano suyo fue asesinado por la mafia en Sicilia en los años de plomo de la política italiana.
Mattarella habló de la dignidad entendida como la «piedra angular» de un desarrollo justo y eficaz; de la dignidad para luchar contra las muertes en el trabajo o contra el racismo y el antisemitismo; y de la dignidad para prevenir la violencia contra las mujeres. O de la dignidad para que todos tengan derecho a estudiar y a no ser víctimas de la brecha digital y tecnológica. De la dignidad frente a quienes dejan tirados a ancianos e inmigrantes y de la dignidad para asegurar y garantizar el derecho de los ciudadanos a una información libre e independiente. En definitiva, vino a decir Mattarella, la dignidad para proteger a la democracia de quienes la acechan haciendo que el parlamento sea «el lugar donde se construye el consenso», y en el que, además, se escuche a la sociedad civil. «No me corresponde indicar caminos reformadores a seguir. Pero debemos saber que la calidad de nuestra democracia dependerá de las respuestas que se den a estos temas», concluyó Matarella.
A medida que las democracias mal diseñadas se han ido perfeccionando, la autonomía del poder legislativo frente al ejecutivo se ha estrechado
El uso y abuso de la utilización de decretos leyes, incluso para aprobar una reforma del mercado laboral que tiene graves problemas estructurales desde hace décadas; la utilización de leyes para colar de rondón medidas impopulares; la presencia atosigante de diputados que son, en realidad, brazos de madera y que carecen de cualquier experiencia profesional ajena a la política, o la ausencia de libertad de los representantes del pueblo para ejercer la labor de control que exige la actividad parlamentaria, incluidos los del partido del Gobierno, es justamente lo contrario a la dignidad que reclama Mattarella. Como la ausencia de control parlamentario durante el primer estado de alarma, lo que provocó una sentencia histórica del Tribunal Constitucional, o la desaparición de la necesaria intervención directa del Congreso durante los seis meses que duró el segundo estado de alarma, lo que también fue censurado por el Constitucional sin que haya habido responsabilidad alguna.
También lo es mentir descaradamente, como hace el PP, para defender de manera grosera e irresponsable la incompetencia de un diputado que no conoce otra cosa que la política, y que no es más que un oscuro funcionario del partido al que hoy todo el mundo conoce por su torpeza. No ha habido pucherazo, ha habido estulticia. O esconder el sentido del voto hasta el último minuto como si hacerlo público fuera un acto criminal. En definitiva, caminar por la senda de la trumpización de la política a través de una deslegitimación de la soberanía del parlamento frente a los otros poderes del Estado.
Degradación del parlamentarismo
El debilitamiento del parlamento como institución, que consiste en ser ninguneado en la toma de decisiones para convertirlo en una cámara donde solo se cuentan votos, no es algo nuevo. Viene de lejos. A medida que las democracias mal diseñadas y peor gestionadas se han ido perfeccionando, la autonomía del poder legislativo frente al ejecutivo se ha ido estrechando, y eso explica, en última instancia, la creciente degradación del parlamentarismo y la crisis de la separación de poderes.
Esta evolución tiene su máxima expresión cuando los diputados y senadores son despojados de su función representativa por su jefe político, que en realidad es su empleador, incumpliendo de forma frontal la prohibición del mandato imperativo que proclama la Constitución. Justo lo contrario de la dignidad del parlamento que reclamaba Mattarella, y que algún día reivindicó Antonio Gutiérrez, el exsecretario general de CCOO, cuando fue sancionado por el grupo socialista por votar en contra de la reforma laboral de Zapatero. Es decir, la dignidad de decir ‘no’ o la dignidad de decir ‘sí’ al abrigo de lo que dicte la conciencia. ¿De verdad no había ningún diputado de la izquierda que se ha sentido defraudado con la reforma laboral?; ¿de verdad no había ningún diputado de la derecha que piense que la reforma laboral es básicamente la misma que la aprobada en 2012?
El PP defiende de manera grosera e irresponsable la incompetencia de un diputado que no conoce otra cosa que la política
La existencia de barreras de entrada a la política, mediante listas cerradas u otros mecanismos defensivos, no es baladí. Es un incentivo a la creación de gobiernos formalmente fuertes estructurados en torno a partidos sin ningún incentivo para la renovación más allá de las caras por razones generacionales. Y que crecen sobre las cenizas del parlamentarismo, toda vez que utilizan su potencia de fuego para controlar los innumerables resortes del poder, ya sea a través del clientelismo político o mediante el asalto de las instituciones. ¿Qué fue de las fundaciones que guiaban ideológicamente a los partidos con una visión más larga y penetrante que la que ofrece el día a día de la política?
El profesor Fernando Vallespín lo ha explicado con claridad en una reciente entrevista en ‘Letras Libres’. El populismo, sostiene Vallespín, es un síntoma de algo más profundo, y eso tiene que ver con la pérdida de eficacia de la cultura política. ¿Qué es la cultura política liberal?, se pregunta. Es la existencia de todo un conjunto de valores que poseían una eficacia para integrar el pluralismo de nuestras sociedades y la diversidad, entendiendo por pluralismo la pluralidad de concepciones, mientras que diversidad tiene más que ver con elementos étnicos o lingüísticos. En definitiva, la capacidad del parlamento para vertebrar y canalizar el conflicto social, y que está en el ADN de las sociedades liberales en el sentido profundo del término. El mayor desafío de las democracias actuales, de hecho, es la construcción de mayorías capaces de ponerse de acuerdo sobre una serie de verdades comunes fácilmente identificables por todos.
Cambios generacionales
Tras la crisis financiera de 2008 lo que emergió fue una crisis política, o de representatividad, como se prefiera, de indudable calado que removió los cimientos del bipartidismo. Sin duda, porque ni el PSOE ni el PP supieron entender las insuficiencias del sistema político —ahí está el encastillamiento de la Constitución como si se tratara de un texto tallado en piedra— para integrar a una España que ya era muy diferente a la de Transición, y que emergió con fuerza al calor de cambios generacionales impulsados por el desarrollo económico y tecnológico. Y que además sufría en carne propia el ensanchamiento de la desigualdad y de la precariedad laboral, que son vasos comunicantes.
Algunas cosas cambiaron desde aquel 15-M, desde luego la fragmentación del parlamento para hacerlo más representativo y fiel a la España del siglo XXI, pero hoy ese impulso renovador ha desaparecido. La regeneración del sistema político se ha esfumado.
España vuelve al rancio clientelismo político de la Restauración, que consiste en pagar favores y volver al localismo territorial
El Congreso —del Senado es mejor no hablar— ha vuelto a caer en los viejos vicios, y que se sintetizan en la contraprestación dada por el Gobierno para sacar adelante la reforma laboral. Los 27 millones prometidos a UPN —que ni siquiera informó a sus dos diputados díscolos del acuerdo— a cambio de votar sí a la convalidación no son más que la prueba del nueve de que España vuelve al rancio clientelismo político de la Restauración, que consiste en pagar favores y volver al localismo. Es decir, al qué hay de lo mío, que es lo que históricamente ha estado detrás del auge de los partidos territoriales y del caciquismo. No puede sorprender, por lo tanto, que la vuelta del viejo y caduco cantonalismo sea hoy la principal amenaza del país.
Sin duda, porque la cultura del relato, que es justo lo contrario de la cultura política, se ha impuesto en ausencia de una visión estratégica que dé forma y contenido al país que se pretende construir. Siempre es más fácil tapar con dinero público los desajustes del sistema que elaborar un programa de transformación del país ampliamente compartido por todos capaz de superar el ámbito temporal de una legislatura.
La política como teatro, ya se sabe, siempre acaba en farsa, que ha escrito el notario Gomá Lanzón, y eso es justamente lo contrario a la dignidad que reclamaba el anciano Mattarella.