EL CORREO 01/07/14
JOSEBA ARREGI
El antropólogo René Girard tiene escrito que el impulso básico del deseo no proviene directamente del valor del objeto que se desea, sino del hecho de que ese objeto se encuentre en posesión de otro. Es precisamente esta cualidad de ser poseído por otro lo que reviste de valor al objeto deseado y da fuerza al deseo, y no su valor objetivo. Algo parecido parece desprenderse de las ideas del psicoanalista Lacan acerca del deseo y su laberinto: el deseo nunca llega a la satisfacción, sino que se encuentra en un laberinto del que no puede salir, y en el que la aproximación a la satisfacción del deseo sirve para que ésta, la satisfacción, se aleje por alguno de los vericuetos del laberinto. Puede que la razón por la que George Bataille crea que a lo único a lo que se puede aspirar es, simplemente, a renunciar al deseo sea precisamente esa cualidad fugitiva de la satisfacción.
El psiquiatra y psicoanalista Erik Erkison definió la octava fase de la identidad personal como la etapa en la que el individuo madura y es capaz de aceptar la contingencia de su vida, capaz de aceptar la inevitabilidad de la muerte. La madurez significa, pues, la capacidad de controlar los deseos y, sobre todo, la capacidad de no dejarse seducir por el sentimiento de insatisfacción por haber aprendido a controlar el deseo de omnipotencia del deseo.
Parece evidente que la política es un ámbito que no está exento de la presencia de deseos, sentimientos e insatisfacciones, aunque uno había creído, en su ingenuidad, que la política democrática era, entre otras cosas, el esfuerzo por establecer criterios objetivos con capacidad de regular la convivencia en libertad de los individuos tan diferentes entre sí. Pero como la cultura moderna que, a caballo de la transformación del modo de producción económica del capitalismo, se ha convertido en la cultura de valores inmateriales –palabra que en este contexto significa tanto como desligados del sistema de producción industrial vinculado a un producto característicamente muy material, toneladas de acero, millones de automóviles–, en la cultura del valor supremo del sujeto, en la cultura del subjetivismo y de las cualidades del sujeto más subjetivas –sentimiento, deseo, opinión, cualquiera menos razón y racionalidad que son objetivables–, resulta que la política está dominada, no por los criterios objetivos que garantizan la convivencia en libertad, sino por los deseos y los sentimientos convertidos en derechos subjetivos con exigencia de correspondencia y satisfacción.
El resultado es que la insatisfacción lo invade todo, en cuanto la base material de riqueza no da para tanto deseo y sentimiento, para tanta diferencia y, al mismo tiempo, tanta igualdad. El resultado es que ninguna política está en condiciones de satisfacer los deseos y los sentimientos de los ciudadanos. Máxime si los líderes políticos ellos mismos se erigen en portavoces del deseo y del sentimiento, en portavoces autorizados de la insatisfacción. Recientemente los medios citaban al lehendakari Urkullu diciendo que la falta de reacción por parte del presidente Rajoy a los planteamientos de los nacionalistas vascos estaba produciendo insatisfacción en la sociedad vasca.
Pero esta insatisfacción de la que habla el lehendakari Ukullu es la insatisfacción del deseo nacionalista, un deseo que nunca alcanza estado de satisfacción en ninguno de los estadios alcanzados. El nacionalismo es víctima de la dinámica de la insatisfacción, pues su objeto está siempre más allá, o en otro rincón del laberinto, que aquel alcanzado en cada momento. Es lo que pone de manifiesto por medio del recurso al término actualización: los derechos históricos y su constitucionalización son, en opinión del nacionalismo vasco, legitimación suficiente para exigir siempre una nueva actualización, sin que nadie sepa cuál es, si es que existe, la última actualización, la actualización definitiva. Siempre puede haber una más.
En estas condiciones el diálogo, por mucho que se recurra a él, se proclame la disposición a ejercerlo y se reclame del otro, es imposible. Se puede dialogar si se conoce la meta, si se conoce la disposición a objetivar el contenido del deseo, si se sabe en qué consiste lo que se plantea, de forma que el otro pueda establecer una estrategia de cuánto está dispuesto a dar a cambio de lo que recibe. Pero el nacionalismo, de acuerdo con la dinámica de insatisfacción propia a su deseo, solo plantea lo que quiere, lo que desea, expresa y pone de manifiesto su insatisfacción. Pero nunca dice lo que está dispuesto a dar.
Si el lehendakari Urkullu dice que lo que persigue con la ponencia parlamentaria de reforma del Estatuto o ponencia para buscar un nuevo estatus de relación con España –ambigüedad estructural necesaria para poder declarar insatisfacción futura– es un acuerdo entre nacionalistas y no nacionalistas en Euskadi para luego reclamar respeto de Madrid a ese acuerdo, incluye al otro de la sociedad vasca excluyendo del acuerdo –imponiéndoselo– al otro de fuera de la sociedad vasca.
Pero olvida que no puede separar a su gusto los dos otros: el otro interno a la sociedad vasca es al mismo tiempo externo, pues se entiende en relación e integración, al menos parcial, con el otro externo. Pacto interno y externo se necesitan y suponen mutuamente. No puede haber aceptación del no nacionalismo presente en la sociedad vasca sin aceptación de que España, Madrid, es también interior a la sociedad vasca. Por eso, el diálogo que proclama querer el nacionalismo vasco debe decir lo que está dispuesto a dar: más autogobierno y nueva relación a cambio de qué –¿lealtad constitucional?–, pues de otra manera es un diálogo consigo mismo y su insatisfacción permanente.
Afirmar voluntad de respetar el pluralismo de la sociedad vasca y al mismo tiempo querer reformar la Constitución por la puerta de atrás, reformando el Estatuto, es vulnerar todas las reglas necesarias para un diálogo democrático.