La baja de Rosa Díez como afiliada al PSOE después de 30 años ha provocado una respuesta pavloviana, un reflejo común a todos los partidos: el tratamiento de la disidencia como una enfermedad del alma. Su marcha para participar en la creación de un nuevo partido ha creado recelos dentro y fuera de la familia socialista.
No es casual que las primeras reacciones tengan un dictamen previo: no hay espacio político. Apresurado. El espacio político lo definirán los votos ciudadanos cuando concurra a las elecciones. ¿Qué votante no recibiría como buena noticia el aumento de la oferta electoral? El que se formule la siguiente pregunta: ¿A quién va a quitarle votos?
Este es uno de los males que ya han arraigado con fuerza en la joven democracia española: la apropiación fraudulenta del voto por los partidos. Los elegidos no se deberían a sus electores, sino al secretario de Organización que los ha colocado en la lista. El partido tampoco se debe al compromiso suscrito en el programa electoral y si algún cargo opta por la fidelidad al compromiso con los votantes y no por la obediencia al partido, es que está enfermo.
Como Rosa Díez. Sus ex compañeros han dictaminado: ambición, resentimiento, no sabe perder. Rosa se obnubiló con los resultados que obtuvo como cabeza de lista en las elecciones europeas de 1999, vienen a decir algunos que debieron de padecer la misma alucinación, puesto que formaban parte de su grupo en aquel Congreso. Fueron buenos resultados: 1.756.842 votos más de los que había sacado el PSOE en las elecciones de 1994, cuando aún gobernaba Felipe González, y 855.979 votos más de los que sacó en 2004 la lista encabezada por Borrell, apenas dos meses después de la victoria de Zapatero en las generales del 14-M. Aquellas elecciones que encabezó ella se celebraron cuando en la sociedad española se estaba cociendo la mayoría absoluta que el PP iba a obtener nueve meses más tarde, el 3 de marzo de 2000.
Rosa Díez adoptó una posición crítica con el nacionalismo cuando dejó de ser consejera del Gobierno vasco. No es cierto: ya era crítica antes. Basar en ello una relación causal sería algo extravagante. Los gobiernos de coalición PNV-PSE fueron, en líneas generales, la mejor etapa de la autonomía vasca: el PNV, obligado a pactar con los socialistas tras la ruptura del partido, se moderó, acuñó el discurso del Arriaga, proclamó por boca del lehendakari que no había comunidad posible de fines con los terroristas, se hizo el Pacto de Ajuria Enea, etcétera.
Estos doce años tuvieron un interludio y un final lamentables: Ardanza cambió de socios en 1991 para formar un gobierno nacionalista que duró ocho meses. Reanudada la colaboración con los socialistas tras echar a EA del Ejecutivo, la legislatura 1994-1998 terminó con el PNV y EA pactando con ETA la expulsión de los socialistas de las instituciones vascas.
Los dos consejeros socialistas que han dejado memoria escrita de aquellos años fueron Rosa Díez, ‘Porque tengo hijos’, y José Ramón Recalde, ‘Fe de vida’. Ambos coinciden en admitir el peso de estos hechos en sus posiciones críticas respecto al PNV, como es normal. Lo contrario implicaría falta de memoria, de dignidad o de ambas.
Por resumir la argumentación socialista de estos días: privada de su cargo de consejera por el PNV, Rosa Díez se volvió antinacionalista. Derrotada por Zapatero en su empeño de alcanzar la Secretaría General del PSOE, se volvió antisocialista y abrazó la causa del PP.
Hay una evidente incoherencia argumental en el hecho de que haya servido a la causa del PP contra el PSOE creando un partido que, según los mismos análisis, va a hacer más daño electoral a los populares que a los socialistas. Tampoco parece lógico que la misma resentida por haber sido derrotada por Zapatero hubiese sido vencida tres años antes por Redondo en las primarias del PSE para elegir al candidato a lehendakari, sin que eso le impidiera apoyarle desde entonces con lealtad incuestionable. Por otra parte, sería raro que quien tanto se aferró al cargo de consejera, se haya desprendido con tanta facilidad de un escaño mejor remunerado en el Europarlamento.
Quizá haya descolocado con ello a sus ex compañeros, a juzgar por las airadas reclamaciones del acta que se le venían haciendo antes de abandonar el partido y el escaño. Es comprensible. El PSOE sostiene como portavoz parlamentario a Diego López Garrido, espejo de tránsfugas que consiguió su escaño de diputado en las listas de Izquierda Unida en 1996, con un partidito que se llamaba Partido Democrático de la Nueva Izquierda, que formaban Sartorius, él y Cristina Almeida. Un año después, tras haberse saltado varias veces la disciplina de voto, se pasó al grupo mixto con su escaño. En esa legislatura (y sin dimitir como diputado) impulsó la participación del PDNI en las elecciones europeas dentro de las listas del PSOE. Hasta cierto punto es normal que se hayan sorprendido.
Santiago González, EL CORREO, 3/9/2007