EL PAÍS 26/05/14
FRANCISCO J.LAPORTA, Catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid.
· La reivindicación se presenta como expresión natural e innegociable del principio democrático, pero ese es un argumento engañoso revestido de una legitimidad impostada, y que incluye ingredientes poco democráticos
Estos días he leído dos ideas en torno a los derechos humanos que suenan a paradoja pero quizá no lo sean tanto. Liborio Hierro, uno de nuestros más serios investigadores sobre el tema, advierte en un libro reciente, Autonomía individual frente a autonomía colectiva, que también puede darse el caso de que ciertos “poderes viejos” hagan suyo el lenguaje de los derechos para revestirse de una legitimación nueva y volver a dominar a las personas. Por su parte, Joshua Greene, en un libro muy discutido, Moral Tribes, desliza la idea de que los derechos pueden ser esgrimidos también como un arma que nos permite blindar nuestros sentimientos como si fueran hechos concluyentes, no negociables. Si tengo derecho a algo, el asunto está zanjado: no caben más argumentos. Me parece que ambos tienen razón: invocar los derechos puede ser una estrategia de ciertos poderes sociales para controlar a las personas de otra manera, y apelar a ellos hace difícilmente negociables los desacuerdos morales y políticos en los que esos derechos anidan.
Esas dos advertencias son aún más pertinentes cuando el lenguaje de los derechos no es usado para referirse a personas individuales sino a supuestas entidades colectivas, como las minorías, las naciones o los “pueblos”. En este caso, las distorsiones tienden a incrementarse por dos razones: en primer lugar, los poderes y sus intereses disimulan su verdadera condición mediante el subterfugio de presentarse como la voz de la entidad colectiva: no soy yo el que habla, es la nación, el pueblo y sus derechos, lo que habla a través de mí. En segundo lugar, los ciudadanos son empujados a un ejercicio sentimental de traslación de su identidad a la entidad moral superior y muchos acaban por creer que lo mejor o lo más importante de lo que son se lo deben a su pertenencia al todo. Si se pone en cuestión la entidad colectiva se ponen en cuestión sus derechos y hasta su propia identidad personal.
Esa representación mágica que pretenden algunos voceros del nacionalismo es, naturalmente, una impostura, pero tiene unos efectos demoledores sobre la deliberación de los problemas públicos. Quienes la detentan parecen creerse autorizados para imprimir un turbio sesgo a su favor en el debate público y promueven para ello una vergonzosa parcialidad en los medios que administran. La justificación que esgrimen se presenta como algo natural: si se pone en cuestión el derecho colectivo se pone en cuestión la patria. Y por lo que respecta al mensaje que se proyecta sobre el ciudadano, lo que se busca es que quienes habitan ese espacio se abandonen al sentimiento colectivo y estén dispuestos a sacrificar sus derechos individuales ante el altar de la entidad moral superior. Distorsionado así el debate público sobre los derechos que se tienen, y entregados los ciudadanos a la identidad enajenada, el lenguaje de los derechos se torna, en efecto, en un instrumento de dominación y queda blindado ante cualquier negociación. Lamento tener que decirlo, pero la atmósfera de la discusión es hoy francamente irrespirable en Cataluña, y está lejos de lo que debe ser una deliberación pública libre.
En ese marco deformante es donde hay que examinar esa reivindicación del llamado “derecho a decidir” que está prendiendo demasiado en Cataluña. Se presenta, con actitud desafiante, como expresión natural e innegociable del principio democrático y los derechos que lleva consigo, de forma que aquellos que discuten la existencia de tal derecho o no apoyan su ejercicio sin límites han de ser tenidos irremediablemente por anti-demócratas y desconocedores de los derechos más elementales del ciudadano. Lo que está sucediendo en Cataluña, la postulación colectiva del “derecho a decidir”, no puede ser limitado ni detenido por meras leyes, ni siquiera por la Constitución o por decisiones del Tribunal Constitucional, porque eso traicionaría el derecho básico a tomar parte en las decisiones, que el demócrata tiene que defender ante todo. Algunos de quienes apelan a este argumento, incluso desde la sedicente “izquierda” —¡cosas veredes, Sancho!— lo llaman “radicalidad democrática”. Deploro tener que decir que no hay tal cosa. Tan sólo es un argumento engañoso revestido de una legitimidad impostada. Si hurgamos un poco en sus adentros veremos enseguida que tiene ingredientes poco o nada democráticos y alguno bastante oscuro.
Hay, en efecto, en esa propuesta, como en todo procedimiento de decisión mediante el voto de una pluralidad de actores, al menos cinco momentos en los que no aparece para nada el principio democrático, es decir, en los que el proceso que se promueve carece de alcance democrático porque no se expresa en él la voluntad de los ciudadanos. En esos cinco momentos, por tanto, el derecho a decidir no es democrático ni expresión de democracia alguna, sino producto de decisiones políticas no consultadas con pueblo alguno. El primero es la resolución misma de consultar o no consultar al electorado. Es lo que se llama en la jerga politológica el control de la agenda. El segundo, como recordaba en estas páginas hace días José Álvarez Junco, la determinación e identificación del cuerpo electoral, del demos que ha de decidir. Un tercero es la cuestión sobre la que ha de decidirse, es decir el objeto de la decisión. El cuarto es la formulación de la pregunta o interrogante que se somete a ese demos. Y el último es el momento temporal —la fecha— en que se va a proceder a realizar la operación. Es palmario que ninguna de esas cinco materias tan importantes para el proceso democrático le ha sido consultada a nadie para que pudiera ejercer sobre ella el famoso derecho a decidir. Han sido resoluciones tomadas de antemano, es decir, impuestas desde la Generalitat, más allá seguramente de sus competencias legales, y con el fin, al parecer, de que se ponga en marcha ese proceso con tantas ínfulas democráticas. Pero ellas mismas no son resoluciones democráticas. No hay que escandalizarse por ello, porque se trata de extremos que no pueden ser decididos democráticamente por razones lógicas. Si se consulta o no a los ciudadanos, quién constituye el demos o cuerpo electoral, cuál es el objeto de la decisión o cuál la fórmula de la pregunta, y cuándo se va a realizar la consulta, son asuntos que se imponen al proceso democrático desde fuera, y tienen que imponerse desde fuera. No puede ser de otra manera. Si nos propusiéramos consultar esos extremos incurriríamos necesariamente en argumentos circulares o regresos al infinito, es decir, en razonamientos inconcluyentes. Esto sólo nos tiene que llevar a una convicción importante: que el derecho a decidir no es, como se pretende, la quintaesencia de la democracia, sino sólo un momento importante de ella rodeado por decisiones no democráticas. Y es a esas decisiones a las que hay que interrogar por si esconden alguna trampa.
Sobre las competencias legales para convocar o decidir un tema semejante, o sobre la naturaleza alambicada de la pregunta ya se han escrito demasiadas cosas. A mi juicio, sin embargo, la cuestión que crea una distorsión más espesa en el debate es la contenida en el primer principio de la declaración del Parlament. Esa que dice que el pueblo de Cataluña es un “sujeto político y jurídico”. Dejemos a un lado lo de “soberano”, porque esa es una cuestión ulterior. Pues bien, lamentaría que alguien se ofendiera, pero esa afirmación tan solemne es simplemente la fabulación voluntarista de una entelequia. Y en ella, me parece, está casi toda la trampa. Cuando advertimos que una pluralidad de individuos tiene algunas propiedades comunes: creencias religiosas, el uso de una lengua, pautas culturales, tradiciones, etc. nos sentimos tentados con frecuencia a articular esas propiedades en forma unitaria e hipostasiarlas en una entidad nueva y distinta de los individuos que las comparten. De ahí nacen los entes colectivos y las abstracciones sociológicas que parecen erigirse ante nosotros demandando que las tratemos como seres vivos con personalidad, rasgos mentales (intenciones, voliciones, etc.) y derechos. Es decir, que las consideremos “sujetos”. Pero esto no es más que una manera de hablar, una ficción que a veces es útil y a veces engañosa. Y siempre es ética y políticamente peligrosa. No existe ningún pueblo catalán en el nombre del que nadie pueda hablar, y por tanto ni tiene ni puede tener derechos, ni históricos ni actuales, ni jurídicos ni morales. Ni cabe que como tal sujeto ficticio exprese un deseo de tener “un Estado propio” como si de adquirir un traje nuevo se tratara. Todo eso no son sino fabulaciones y patrañas que solo pueden desembocar en una nueva forma de limitar los derechos de los individuos y hacer emocionalmente imposible la solución de las controversias.
Francisco J. Laporta es catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid.