José María Ruiz Soroa-El Correo

  • No existe la adscripción obligatoria de las personas a prácticas culturales solo porque sean las de su grupo, país, territorio

El director de Agenda 2030 del Gobierno vasco entona (EL CORREO, 10 de julio) un cántico apasionado a la diversidad cultural (en el sentido antropológico del concepto cultura), que según él sería nada menos que lo que nos une como seres humanos. Yo más bien diría que la diversidad cultural es lo que nos separa y nos hace distintos unos de otros, pero no se trata de disputar por un eslogan, sino de señalar alguna incoherencia lógica del cántico.

Incoherencia que deriva de una circunstancia tan obvia como la de que las culturas diversas forman parte del mundo del ser, de la facticidad, de la historia o de lo contingente, como quieran llamarlo. El ser humano puede describirse como ‘el ser que llega tarde’, pues nace cuando el mundo está ya hecho, y se encuentra con su cultura como un puro hecho contingente que se le impone. Las culturas no se eligen, sino que uno se encuentra en alguna o algunas como se encuentra en su familia, lo quiera o no.

Tienen por ello un enorme valor funcional para el individuo, puesto que le permiten echar a andar en la vida con un bagaje denso que solemos llamar identidad. Pero de ello no se deduce que las culturas o la diversidad de culturas tengan algún valor en el plano moral como sistemas de dirección de la conducta humana. Al revés, la tarea de ‘atreverse a saber’ y así formarse como persona exige normalmente superar los rasgos de la propia cultura mediante la crítica y descubrir que lo que parecía ‘natural’ era realmente ‘artificial’, que todas las tradiciones culturales han sido inventadas en algún momento y que carecen de cualquier fuerza de obligar para el individuo, que el ‘deber ser’ no se deduce de lo que existe sino del universalismo ético derivado de la igual dignidad de todos.

Por eso, cuando el director de Agenda 2030 escribe que con su proyecto ‘Euskadi alza la voz para decir: la diversidad es un derecho’, la pregunta que inmediatamente salta en la mente del lector prevenido contra la exaltación acrítica de la diferencia cultural (como es mi caso) es: derecho, sí, pero ¿derecho de quién? Pues sucede que la respuesta a esta simple cuestión -¿quién tiene derecho a ser diverso?- lleva a actuaciones totalmente diversas en la práctica, a la libertad o a la coerción.

La respuesta de los comunitaristas y nacionalistas: son los pueblos/naciones/territorios/grupos étnicos los que tienen derecho a ser diversos. Consecuencia: tales entes, para poder establecer y/o conservar los rasgos característicos que forman su cultura (según ellos) están autorizados a imponer tales rasgos a todos los miembros del grupo, a ahormarlos en una homogeneidad común e igual para todos. Para que el grupo vasco sea compactamente diverso de otros es preciso que todos sus miembros sean identitaria y lingüísticamente vascos.

Hegel habría predicho con facilidad el movimiento dialéctico: para ser distinto exteriormente es preciso ser homogéneo internamente. La diversidad colectiva da paso a la homogeneidad de los integrantes. Vamos, traducido al aquí y ahora, que para que los vascos seamos diversos lingüísticamente como grupo es preciso que todos hablemos vasco, y esa es la misión de nuestros gobernantes.

La respuesta del universalismo liberal de filiación kantiana: son las personas ellas mismas las titulares del derecho a ser diversas, tan diversas como quieran. Y es misión del gobierno adoptar un marco regulatorio que permita fomentar y satisfacer este derecho lo más ampliamente posible. Si las personas quieren vivir y permanecer en la cultura en la que han nacido, sea. Pero si quieren revisarla o abandonarla o cambiarla por otra, es su derecho. Lo que en ningún caso existe es la adscripción obligatoria de las personas a prácticas culturales determinadas y concretas simplemente porque son las de su grupo, su país, su territorio. Nadie puede estar obligado a o ser discriminado en el acceso a los bienes públicos por razón de conservar la pureza o extensión de una cultura. A partir de esta libertad (la libertad de identidad) el mundo es para todos, tan iguales o tan diversos como seamos de hecho.

El recordado Joseba Arregi escribió más de una vez que la «libertad de identidad» no es en realidad sino la adaptación contemporánea de la «libertad de conciencia» que actuó como reivindicación rupturista en el comienzo de la revolución liberal. Lo que entonces reclamaba el individuo para escapar a la imposición de un credo religioso lo reclama hoy también (sobre todo en los países muy nacionalistas o comunitaristas) para evitar que el poder público le enclaustre en una cultura oficial a fuer de ‘natural’.

Así que, por favor, señores del Gobierno, modifiquen ligeramente su lema para que diga: la diversidad es un derecho de las personas y nunca jamás podrá ser para ellas una obligación. Libertad de identidad. Así de sencillo.