FÉLIX OVEJERO-EL MUNDO
El autor alerta del peligro de que la izquierda legitime discursos, como el nacionalista, que desprecian el interés general y trabajan para destruir el marco de convivencia y justicia que representa la Constitución.
El relato anterior, en su núcleo más austero, se sostiene en una tesis empírica de la que se extraen una conclusión moral y una prescripción. La tesis empírica es la descrita: fuerzas comprometidas con el franquismo y políticos del régimen habrían tutelado y protagonizado la Transición y, en algún sentido, habrían condicionado las discusiones y propuestas que están en el origen de la Constitución. La conclusión: la ilegitimidad de las decisiones adoptadas en aquellos momentos y, por ende, de la Constitución. La prescripción: los problemas de España persistirán mientras no se reconozcan –y se les otorgue expresión institucional a– las realidades nacionales.
La tesis empírica resulta indiscutiblemente verdadera. Tan verdadera que reposa en una obviedad, a saber, que las Constituciones se forjan en circunstancias históricas no elegidas. Una obviedad que bordea la tautología: en tanto una Constitución es la ley suprema que rige la vida colectiva de una sociedad resulta inseparable del ruido de la vida, del conflicto. Siempre hay circunstancias históricas no elegidas. La Constitución alemana fue (casi) dictada por las potencias ocupantes y la de Estados Unidos o la nuestra de 1931 no la votaron las mujeres. No hay Constitución limpia del viento sucio de la historia. No la hay ni la puede haber. Precisamente porque aspira a proporcionar un procedimiento para resolver conflictos asume, por principio, que arranca de conflictos. En una comunidad de santos se requieren pocas leyes. La fraternidad más honda, la de los amantes que solo quieren el bienestar del amado, no contempla invocar el derecho. «Es tu obligación», «me lo debes» es admitir el fracaso del amor. «Cuando los hombres son amigos, ninguna necesidad hay de justicia», nos recordó Aristóteles. No es que, para decirlo con la clásica locución de Kant en La paz perpetua, necesitemos una Constitución «incluso para un pueblo de demonios», sino que la Constitución es inseparable de pueblos con demonios, esto es, de cualquier pueblo. En ese sentido, si una Constitución, para ser legítima, reclama la ausencia del «ruido y la furia», no hay Constitución legítima. Ninguna Constitución, tasada bajo el contrapunto de una sociedad ideal, resulta inmaculada. Sobre el contraste de la perfección, no se salva ni Dios.
Una vez admitimos que las circunstancias de origen nunca son –ni pueden ser– las óptimas y que las Constituciones se hacen en este mundo para gentes de este mundo, solo nos queda valorar prudencialmente los contextos de su gestación. Asumida esa cautela, parece razonable admitir que la gestación de nuestra Constitución resultó razonablemente democrática. En su elaboración participaron todas las fuerzas políticas democráticas, además de los nacionalistas. Ni una de las organizaciones políticas autocalificadas como franquistas negoció una línea de la Constitución y cuando llegó el referéndum, quienes se reclamaban herederos de Franco hicieron campaña en favor del No. Si lo dudan, googleen pasquines de aquella hora: «Franco habría votado No»; «Frente al SÍ del comunismo, el NO de los católicos».
Cuando se trata de valorar la calidad de una Constitución es mejor centrarse en el contenido, en el resultado final. Y el producto acabado, en nuestro caso, suponía una radical discontinuidad con el franquismo. La Constitución del 78 no era una reforma de las leyes del movimiento, sino el perímetro jurídico de una democracia emparentada con las europeas o, si se quiere, con aquella contra la que Franco se perfiló ideológicamente. Solo desde la cerrazón mental se puede relacionar con el franquismo un marco jurídico que ha permitido un régimen de partidos políticos (incluso algunos separatistas), el divorcio, el matrimonio homosexual o el aborto.
Por lo demás, la tesis empírica, aunque verdadera, ignora circunstancias relevantes y, por lo mismo, dibuja un cuadro incompleto. Los años de la Transición eran tiempos en los que la izquierda señoreaba intelectual y políticamente nuestro ecosistema político y cultural. En un doble sentido. Uno, propiamente español: la autoridad moral ganada por su oposición al franquismo le otorgaba una función sancionadora. Solo si una causa contaba con su nihil obstat se podía considerar democrática. La derecha podía proponer lo que quisiera pero mientras no contara con la aprobación de la izquierda no se consideraba santa y buena. Esa función sancionadora, prolongada hasta hoy mismo, concedía a la izquierda una enorme capacidad de decisión estratégica: si decía que no, se acababa el partido. Y, además, en caso de desacuerdo, con las responsabilidades morales determinadas de antemano: la izquierda con la credibilidad intacta; la derecha, culpable por definición. Pero había otro sentido, más general, en el que también la izquierda mandaba. Y es que aquellos años eran también los del eurocomunismo y el Programa Común de la izquierda francesa, los del primer Mitterrand, proyectos políticos que se tomaban en serio acabar con el capitalismo y manejaban con soltura propuestas como nacionalizaciones de bancos y medios de producción, planificación económica y participación de los trabajadores en la gestión de las empresas. Nuestra izquierda, que compartía tales objetivos y propuestas, pondría todo su empeño en garantizarles cobijo en nuestra Constitución. Por ejemplo, en los artículos en los que se ocupa de la propiedad privada, el mercado o la planificación (arts. 128 y 131).
NO NOS ENGAÑEMOS. El recurrente debate sobre la Constitución no responde a una genuina preocupación por la pulcritud de su gestación sino a la necesidad de apuntalar la insensata prescripción: la solución de nuestros problemas exige reconocer las «realidades nacionales». Y es que nuestra extravagante izquierda considera como medida de calidad de la Constitución de un país su capacidad para allanar el camino a quienes aspiran a destruirlo como comunidad de justicia y de decisión. Nuestra izquierda, que parece haberse quedado para vestir santos nacionalistas, contraviniendo sus principios más fundamentales, parece empeñada en facilitar las cosas a idearios que desprecian –y lo proclaman– el interés general, la aplicación de criterios generales (imparciales) y compartidos (al conjunto de los ciudadanos) de justicia, y, asumen el supuesto de que algunos ciudadanos, en virtud de ciertas características han de disponer de unos derechos especiales que, de alguna manera, les permiten limitar los derechos de ciudadanía de los demás.
Si nos importa la salud de la democracia, la perspectiva adecuada quizá sea la contraria: aquellos proyectos políticos, radicalmente antigualitarios, que minan las condiciones mínimas de la convivencia democrática no debieran encontrar aliento institucional. Y nuestra Constitución, a qué negarlo, no ha puesto trabas a tan obscenos proyectos. No es irrelevante. Cuando se trata de diseños institucionales no cabe el ingenuo diagnóstico de que el problema es de falta de lealtad. Recuerden: «Incluso un pueblo de demonios». Por eso, entre otras razones, estamos donde estamos. Antes que estigmatizarlos se los ha adulado y hoy, después de defender el delito, el Gobierno de la nación los reconoce como interlocutores.
Félix Ovejero es profesor de Ética y Economía de la Universidad de Barcelona. Su último libro es La deriva reaccionaria de la izquierda (Página Indómita).