Antonio Muñoz Molina-El País
En 2018 la política del odio obtuvo su mayor triunfo en Brasil. No es imposible que siga avanzando en toda Europa, incluida esta España que ya no ha resultado inmune como parecía a la extrema derecha
Días antes de la elección de Bolsonaro leí una curiosa estadística en un reportaje del Expressode Lisboa. En las redes sociales brasileñas, al parecer de una toxicidad aún más virulenta de lo normal en otros sitios, había un destinatario claro para la mayor parte de los mensajes de odio: mujeres negras, de origen humilde o clase media, con estudios superiores. Pensé en esos artículos que se repiten ahora en los periódicos españoles, todos ellos derivados, abiertamente o no, de un artículo y luego un libro de Mark Lilla publicados a raíz de la victoria de Donald Trump en 2016: la causa del ascenso de los populismos de extrema derecha en Europa y en América, y del correspondiente declive de las fuerzas progresistas, sería que la izquierda ha abandonado la defensa de la clase obrera, concentrándose, o distrayéndose, en la vindicación de las minorías, étnicas, sexuales, de género, etcétera. La reflexión de Lilla está muy enraizada en la realidad política y social americana y en algo tan específico como las derivas del Partido Demócrata en las últimas décadas, así que no creo que se pueda trasladar sin reparos a Europa, y menos a España. Y que se cite tanto su nombre entre nosotros tiene menos que ver con sus razonamientos que con una atmósfera política viciadamente española, una variedad autóctona de la gran oleada de revanchas que se ha extendido por el mundo en los últimos años, quizás décadas.
Es la revancha contra los progresos alcanzados por grupos humanos marginados o humillados desde siempre. Llamarlos minorías es abusivo, o inexacto, desde el momento en que uno de ellos lo forman las mujeres. Y contraponer esos grupos a una presunta clase obrera uniforme y compacta que en tiempos más gloriosos hubiera sido el corazón de las reivindicaciones de la izquierda es aún más engañoso. Como indica la estadística brasileña que cité más arriba, el odio se multiplica cuando al origen de clase se le une el sexo y el color de la piel, y las identidades colectivas de los desfavorecidos no son decisiones voluntarias, opciones caprichosas de multiculturalismo. Es el racista el que te empuja, quieras o no, a formar parte de un grupo cerrado. Es el antisemita el que adjudica una identidad homogénea a las personas tan diversas, religiosas o no, conservadoras o progresistas, proisraelíes o antiisraelíes, que se identifican a sí mismas como judías.
Me temo que no es el afán de justicia ni la nostalgia de las luchas por la emancipación universal lo que anima ese lamento por la supuesta deslealtad de la izquierda hacia sus ideales verdaderos. Es, más bien, la incomodidad o el abierto rechazo ante la irrupción pública de quienes antes no contaban, ante la visibilidad de pronto ostensible y ruidosa de quienes hasta hace poco eran invisibles. Las mujeres o los homosexuales no se organizaron en grupos específicos por afán de romper con sus obsesiones identitarias la causa universal de la izquierda: lo hicieron porque los partidos de izquierda unas veces eran indiferentes a sus reivindicaciones y otras hostiles a ellas. Como observó Simone Weil en los años treinta, los trabajadores magrebíes en Francia crearon sus propias organizaciones cuando los partidos de izquierda, más colonialistas que solidarios, se negaron a aceptarlos en sus filas.
El poder del dinero ha empujado hacia el extremismo al Partido Republicano en EE UU
La fuerza de la revancha es proporcional a la conquista que la ha provocado. Nunca se había visto una movilización, una sublevación de las mujeres como la de 2018. Nunca, tampoco, una virulencia mayor y más impúdica en las reacciones extremas, una visceralidad tan reveladora. Algo que no parecía que fuera tan poderoso y tan sórdido se ha despertado. Pasó algo semejante cuando Barack Obama llegó a la presidencia de Estados Unidos. Era un hombre tibio, calculador, nada radical en sus actitudes políticas, incluso, como se ha visto luego, demasiado proclive a acomodarse en los privilegios de la celebridad y del dinero. Pero el color de su piel, y yo sospecho que más todavía el de su mujer, hizo que reventara en su país un absceso repulsivo de racismo que lejos de desaparecer se había mantenido oculto y creciendo desde lo que parecían los grandes avances irreversibles de los años sesenta.
Hay una fealdad estética, una mueca crispada en la revancha: es el rictus en la boca infantiloide de Donal Trump, el bramido de sus fieles en los estadios, la chabacanería de Salvini, la chulería gélida de Santiago Abascal. Pero la fealdad mayor, el pozo de negrura, está en la confusión entre la revancha y la rebeldía, entre el resentimiento y la rabia legítima contra la injusticia. Hombres y mujeres blancos de clase obrera que no encuentran trabajo y no tienen prestaciones sociales ni derecho a la sanidad votan a Donald Trump y beben un agua y respiran un aire más envenenados todavía gracias a las políticas de desguace de los controles medioambientales puestas en marcha desde que tomó el poder. Mujeres pobres, negras e hispanas, pero también blancas, son las más perjudicadas por la reducción cada vez mayor de asistencia pública para el control de la natalidad y los obstáculos al derecho al aborto. A la izquierda, a las diversas izquierdas, a los partidos y también a los sindicatos, les corresponde su parte de culpa por no haber permanecido lo bastante alerta a los efectos devastadores de la desigualdad, a las nuevas formas de explotación e injusticia propiciadas por el capitalismo a escala global, tan victoriosamente libre de fronteras nacionales como de controles legales o ambientales efectivos.
Defender la justicia social y la igualdad será el mejor antídoto de la izquierda contra el resentimiento
Pero han sido y son esos poderes económicos los que llevan muchos años invirtiendo cantidades inmensas de dinero en comprar influencias, en debilitar instituciones democráticas, en imponer los envoltorios ideológicos de sus intereses lo mismo en las alturas elitistas de las universidades y de los llamados think tanks que en la grosería al por mayor de canales de televisión y redes sociales. La revuelta del derechismo populista contra las élites es una campaña abrumadoramente efectiva de las élites económicas y sociales más restringidas. Cuando el Tribunal Supremo de Estados Unidos dictaminó en 2010 que poner límites al gasto electoral de las grandes corporaciones contravenía el derecho a la libertad de expresión estaba legitimando el poder del dinero para comprar la política. Es el poder del dinero el que ha empujado hacia el extremismo al Partido Republicano en Estados Unidos y el que financió, con la ayuda inestimable de Rusia, el vuelco de esa parte pequeña pero decisiva del electorado que dio la victoria a Donald Trump.
En 2018 la política de la revancha obtuvo su mayor triunfo en Brasil. No es imposible que siga avanzando este año en toda Europa, incluida esta España que ya no ha resultado inmune como parecía a la extrema derecha. Defender la justicia social y la igualdad, pero también la variedad de las formas de vida y el libre albedrío de cada uno, será el mejor antídoto de la izquierda contra el resentimiento. En la defensa de la razón y de la escrupulosa legalidad democrática, izquierda y derecha deberían tener una causa común y una responsabilidad inexcusable. El edificio de la convivencia es más frágil de lo que parece. Cualquier complicidad o jugueteo de baja política con los incendiarios de la revancha equivale a una capitulación.
Antonio Muñoz Molina es escritor.