Entre las políticas públicas de mayor trascendencia, la educación destaca sin duda como una de considerable impacto. Abarca toda la sociedad, sus efectos se dejan notar a largo plazo y de la existencia de un gran número de ciudadanos equipados de amplios conocimientos, practicantes convencidos de virtudes cívicas y dotados de capacidad de discernimiento depende en buena medida el bienestar del conjunto. Un sistema educativo universal de calidad produce votantes bien informados, lúcidos y poco proclives a ser engañados por propuestas demagógicas como una herencia general para jóvenes, un impuesto a las grandes fortunas, una subida imprudente de las pensiones o la autodeterminación de género sin control médico. Semejantes señuelos para incautos funcionan si el electorado carece de las herramientas de análisis cuantitativo y cualitativo que le permitan evaluar las consecuencias de tales medidas, cuyos obvios inconvenientes superan notoriamente a sus dudosas ventajas. No es necesario acudir a los informes PISA o PIRLS para constatar que la educación pública en España, modelada por sucesivas leyes socialistas, ha sido y es un completo fracaso. Basta asomarse a las redes sociales, escuchar las respuestas de nuestros compatriotas a las preguntas de reporteros de televisión en entrevistas callejeras, seguir concursos en los que se pone a prueba la cultura general de los participantes o comprobar los destrozos léxicos o las muestras de supina ignorancia de no pocos de nuestros cargos electos para establecer la desoladora conclusión de que en las aulas escolares bajo tutela estatal y sobre todo autonómica de nuestro país se fabrican sucesivas hornadas de analfabetos numéricos y literarios.
Cuando la izquierda ha llegado al poder durante los últimos cuarenta años, ha arrasado todas las políticas de la derecha y ha impuesto sin misericordia las suyas
La concepción igualitarista, inclusiva, permisiva, digitalizada y basada más en la adquisición de “destrezas” que de contenidos, no ha funcionado y es urgente una rectificación que ponga el estudio, el esfuerzo, el mérito, la autoridad del profesor, el conocimiento y la diversificación de itinerarios en el centro del sistema.
En este contexto, la lectura de la parte del programa electoral del PP dedicada a educación genera una inevitable decepción. Más allá de algunas mejoras como la protección de las enseñanzas concertada y especial frente a las embestidas de la ley Celáa o la recuperación del carácter vehicular de la lengua oficial del Estado, el texto revela debilidad, ambigüedad y una voluntad de consenso con las tesis “progresistas” que no responde para nada a la gravedad del problema y a la necesidad de remediarlo. Cuando la izquierda ha llegado al poder durante los últimos cuarenta años ha arrasado todas las políticas de la derecha y ha impuesto sin misericordia las suyas, sea en la gestión de recursos hídricos, independencia de la justicia, fiscalidad o, por supuesto, educación. Ha fulminado de todos los puestos de libre designación de la Administración a aquellos que no le eran afines para reemplazarlos por los de su cuerda, aunque se tratase de personas no idóneas o manifiestamente incompetentes. En cambio, el PP, a la hora de gobernar, ha mostrado una pusilanimidad sorprendente. ¿A qué viene la búsqueda de un gran “acuerdo social” sobre educación cuando el PSOE ha demostrado hasta la saciedad su pulsión totalitaria y su adhesión férrea a una posición en este campo opuesta a la del PP? Lo que tendrá que hacer la nueva mayoría que previsiblemente saldrá de las urnas el 23 de julio es arreglar el desaguisado que la izquierda ha hecho en educación con la misma implacable determinación que el PSOE empleó para imponerlo. Feijóo deberá aplicar las medidas oportunas para implantar evaluaciones objetivas a nivel nacional al final de cada ciclo educativo, un MIR para personal docente, la obligación de aprobar las asignaturas requeridas para pasar de curso, los currículos que garanticen los suficientes conocimientos, la libertad de elección de lengua de enseñanza en las Comunidades con lengua cooficial y tantas otras cosas que conviertan el actual coladero caótico en un sistema educativo serio y eficaz. Para ello, ni siquiera es indispensable aprobar una nueva ley, es suficiente actuar en el plano reglamentario o mediante decretos de desarrollo para enderezar el rumbo perdido.
En el PP ha predominado sistemáticamente la doctrina arriólica de que el entorno social envenenado por los relatos de la izquierda y del nacionalismo identitario es inamovible
Hay aspectos de la realidad que no pueden ser cambiados, como la órbita de la tierra alrededor del sol o la condición mortal de los humanos, pero las opiniones y las emociones de los individuos que componen el censo electoral sí pueden ser modificadas si se utilizan los argumentos adecuados con suficiente convicción y se pulsan las cuerdas sentimentales acertadas. En el PP ha predominado sistemáticamente la doctrina arriólica de que el entorno social envenenado por los relatos de la izquierda y del nacionalismo identitario es inamovible y que hay que adaptarse a su hegemonía intentando a lo sumo minimizar sus daños. Este enfoque acomodaticio nos ha traído hasta el presente desastre. Somos ya unos cuantos los que en los últimos tiempos venimos repitiendo que España demanda una verdadera alternativa y no una mera alternancia. Desafortunadamente, el programa del PP en educación parece indicar que su cúpula sigue en el pragmatismo resignado y no es consciente de la perentoriedad de un golpe de timón de ciento ochenta grados que inicie la reconstrucción de lo mucho que el progresismo posmoderno y el independentismo tribal han destruido. Lo que distingue a los hombres de Estado de los simples gestores es su ánimo invencible de enfrentarse a la opinión pública hostil para volverla de su lado. Pues bien, la política educativa es uno de los terrenos en los que se mide el calibre de un gobernante y que le consagra como un conductor de pueblos o como una figura episódica que no merecerá recuerdo.