No es una cuestión de pragmatismo y moderación, sino de que el PNV reformule profundamente su planteamiento político. No se trata de seducir a España, de obligarse a pactar hacia fuera, hacia España como elemento exterior a la realidad vasca. Sino de reconocer, con todas sus consecuncias políticas, que España es parte integrante de la identidad vasca.
No pocas veces se puede escuchar a ciudadanos interesados en la política vasca una reflexión que puede ser malinterpretada, pero que contiene un núcleo de verdad importante: el verdadero problema de la sociedad vasca no radica tanto en ETA, sino en la incapacidad de renovación que ha demostrado el nacionalismo vasco.
Es cierto que mientras exista ETA siguen existiendo el miedo, la amenaza, el riesgo para la vida de muchas personas; siguen existiendo el terror y la violencia, y como consecuencia la falta de libertad. Pero también es cierto que la pervivencia de ETA y de su terror después de la transición democrática no ha sido impedimento para que el PNV haya ejercido el poder, más que considerable, definido por el marco constitucional y estatutario para intentar establecer su hegemonía en la sociedad vasca.
Un análisis pausado permite, además, plantear la pregunta de la relación entre la pervivencia de ETA y el establecimiento del poder del PNV en la sociedad vasca. Una pregunta que es preciso responder más allá de las explicaciones simplistas que reducen la relación a un mero aprovechamiento por parte del PNV del ejercicio de la violencia por parte de ETA. Este simplismo evita analizar el problema al que se enfrenta el PNV, un problema que arrastra desde su nacimiento, pero que se ha acrecentado hasta llegar a su nudo gordiano con el ejercicio del poder estatutario.
El discurso de las dos almas del PNV, la descripción del PNV y de su historia como el movimiento del péndulo de un extremo al otro sin que termine por encontrar su centro, las permanentes referencias a un PNV radical y a otro moderado o pragmático indican a las claras dónde radica el problema del PNV. No cabe duda de que el discurso fundacional de Sabino Arana es un discurso radical en cuanto concibe a Euskadi como una totalidad homogénea en contraposición completa a España, implicando una profunda xenofobia y anclada en una concepción teocrática. También es verdad que la socialización del discurso nacionalista sólo se debió a la incorporación de algunos sectores burgueses encarnados en la figura de de la Sota, incorporación que obligó a una formulación pragmática y moderada del nacionalismo, centrada en el eje programático de la recuperación de la situación previa a la anulación de los fueros en 1876.
La tan proclamada ambigüedad del PNV ha sido fuente de todos sus problemas internos, incluidas no pocas escisiones, al tiempo que ha constituido un recurso táctico de no poca importancia: el PNV ha podido presentarse como la moderación nacionalista dispuesta a la colaboración, dejando la radicalidad para otros, pero dispuesto a reclamarse de la radicalidad, propia o la de otros, para forzar su ventaja en todas las negociaciones propias a la colaboración.
Ese recurso táctico derivado de su ambigüedad se ha encontrado con dos límites a los que el nacionalismo del PNV no ha encontrado aún respuesta: la creciente contaminación y deslegitimación del proyecto nacionalista en su conjunto, especialmente en su formulación radical, a causa del terror que ETA legitima en ese mismo proyecto político, por un lado, y por otro la contradicción cada vez más insoportable de ejercer un poder -el constitucional y estatutario- cuya legitimidad se pone permanentemente en suspenso, la contradicción de ejercer un poder de cuya legitimación y legitimidad se desentiende.
La incapacidad que ha demostrado el PNV durante el ejercicio del poder estatutario para desarrollar un discurso de legitimación del poder que estaba usando ha abierto un vacío que ha sido llenado plenamente por la violencia deslegitimadora de ETA. Y no es casual que el PNV se haya planteado la necesidad de reformular su discurso sólo cuando la deslegitimación de las instituciones estatutarias llevada a cabo por la violencia y el terror de ETA amenazaba con deslegitimar también, y de forma definitiva, el conjunto del proyecto político nacionalista.
En estos momentos está abierta la batalla ideológica dentro del PNV como quizá nunca lo haya estado a lo largo de su historia. La radicalidad de la batalla se debe a los dos elementos citados: las consecuencias de la vinculación del terror de ETA y el proyecto nacionalista, y la realidad de estar en posesión de un poder nada desdeñable. Ya no se trata de formular una visión para una Euskadi oprimida. Ya no se trata de formular un discurso frente a una España dictatorial. Ya no se trata de plantear reclamaciones desde una situación de indigencia identitaria, lingüística, cultural, política y económica.
La situación es totalmente la contraria: realidad económica envidiable, recursos casi inagotables para la defensa de la identidad específica y de la llamada lengua propia, concierto económico, promesa de blindar no el concierto, que ya está blindado desde la segunda legislatura de Aznar, sino el Cupo, impidiendo así la transparencia que en democracia sería necesaria en el establecimiento de la participación de los vascos en las cargas del conjunto del Estado, poder político que le permite al PNV extender sus tentáculos hasta todos los rincones de la geografía física, económica, institucional y asociativa vasca.
Entre la radicalidad de la violencia y la falta de credibilidad de un planteamiento victimista hay quienes tratan de elaborar un discurso que, tras el fracaso de la apuesta de Estella/Lizarra, sea capaz de responder a la realidad política e institucional de Euskadi, a la realidad de poder real. El presidente actual del PNV ha afirmado con rotundidad que el partido debe recoger en su discurso la realidad plural de la sociedad vasca, extrayendo las consecuencias políticas que de tal reconocimiento se derivan, y que el PNV debe desarrollar un discurso no de confrontación, sino de colaboración con España. Josu Jon Imaz está probando fórmulas que recojan esos elementos: el PNV debe reconocer que no se puede imponer en Euskadi el proyecto nacionalista, pero exige que no se impida ese mismo proyecto -ni imponer, ni impedir-; el PNV reclama el derecho a decidir, y la obligación de pactar. Y como consecuencia de todo ello: el nacionalismo debe tratar de cautivar, de seducir a España, no de buscar el confrontamiento con ella.
Se trata de un esfuerzo serio: el presidente del PNV está llevando a su partido al límite de su propia transformación. Pero no termina de dar el salto definitivo, y no sólo por las reticencias internas de quienes en su partido siguen instalados en la radicalidad de Estella/Lizarra, como Ibarretxe y Egibar. También porque sus fórmulas no dejan de ser la yuxtaposición de elementos incompatibles, porque sus formulaciones pueden ser interpretadas siempre bajo la reserva de soberanía, porque se frenan ante el paso definitivo: en una sociedad compleja, constituida por identidades complejas, ninguna definición política de institucionalización puede ser unilateral, aunque contenga el compromiso de un pacto posterior.
Porque en definitiva, no se trata de cautivar a España, no se trata de seducir a España, no se trata de asumir la obligación de pactar hacia fuera, hacia eso que se llama España como elemento exterior a la realidad vasca. Se trata de reconocer, con todas sus consecuncias políticas, que España es parte integrante, no exclusiva, de la identidad vasca. No es cuestión, pues, de pragmatismo y moderación, sino de que el PNV reformule profundamente todo su planteamiento político, como lo han tenido que hacer todos los partidos políticos para adaptarse a la democracia.
(Joseba Arregi es ex diputado del PNV y autor de numerosos ensayos sobre el País Vasco, como ‘Ser Nacionalista’ y ‘La nación vasca posible’)
Joseba Arregi, EL MUNDO, 10/5/2007