Nicolás Redondo Terreros-El Correo

  • La Unión Europea se mueve en este momento crucial entre una reglamentación buenista y una dolorosa incapacidad para enfrentar los retos que se le presentan

Popper, ya mayor, en una maravillosa conferencia dictada en Barcelona compara los cambios que produjeron el ‘milagro de Atenas’ en el siglo V antes de Cristo y la invención de la imprenta por Gutemberg a finales del XV. La eclosión ateniense germina con la venta de dos libros en un mercado libre, la Iliada y la Odisea de Homero. La democracia, la venta libre y privada de los libros y el contraste con las culturas orientales crearon el marco adecuado para    una explosión de la poesía, del teatro, la filosofía, la escultura, las matemáticas y la geometría de las que más de 2.500 años después seguimos siendo deudores directos. En cuanto a la historia, nos informamos desde Heródoto. Sabemos de la traición y la mentira en la política conociendo a Alcibíades; de las virtudes modélicas con Pericles; con el teatro trágico de Sófocles, Antígona –por encima de las interpretaciones poéticas–, vemos el triunfo de la ciudad sobre la familia, de la ley sobre las creencias. Todavía hoy leemos la tensión de las grandes potencias con Tucídides.

La invención de la imprenta –con el descubrimiento cabal del Nuevo Mundo y el desprendimiento del manto de silencio medieval debido a la paulatina atención a los autores clásicos de Atenas y Roma– propicia otro ciclo histórico. Como Lutero, había habido multitud de opositores a los privilegios de la Iglesia de Roma. La diferencia sustancial, definitiva, y en cierta medida también germinal, fue la imprenta. Las 95 tesis de Lutero habrían tenido repercusión exclusivamente local si no hubieran sido extendidas vertiginosamente gracias a la imprenta y a su traducción al idioma local, el alemán.

Las tesis se beneficiaron de la paulatina irrupción del idioma local como en 1492 sucedió con el español, que iba rompiendo muy lentamente el monopolio del latín al aparecer el diccionario de Nebrija. Podemos seguir la evolución, la expansión explosiva del conocimiento, pasando de la escolástica cerrada de los conventos a la libertad de las universidades, ganando espacio según la tolerancia arraigaba en Europa. Todo costó guerras interminables y movimientos sísmicos de naturaleza social, cultural y política, con ondas que llegan hasta el siglo XX.

En la última década del siglo XX la Revolución Tecnológica inicia una tercera fase de la historia, que puede sobrepasar con la irrupción amenazadora de la Inteligencia Artificial y a una velocidad sorprendentemente vertiginosa respecto a las dos anteriores. Los cambios que se están produciendo repercuten, como en las dos ocasiones anteriores, y tal vez de una forma más profunda, en todos los ámbitos del ser humano, desde el económico al político, pasando por el más íntimo y disruptivo: el ético.

Pero esta tercera gran revolución del conocimiento se desarrolla lejos de Europa. Las naciones europeas salieron de las dos grandes guerras mundiales profundamente traumatizadas. Los últimos    cincuenta años de siglo XX Europa vivió una recuperación económica que sirvió en gran medida para engañarse a sí misma. La prosperidad económica, impulsada por la «subcontración» de su responsabilidad de defensa a EE UU, les permitió creer en el espejismo de ser potencias civiles, mercantiles, que se podían convertir en ‘faros de paz’ y ser una alternativa al comportamiento tradicional de las grandes potencias. Su influencia en el mundo sería comercial, evitando la fuerza y, por lo tanto, los grandes ejércitos, la fuerza militar circunscripta a las necesidades domésticas y los restos que sobrevivían de su historia colonialista.

La verdadera fuerza militar estaba monopolizadas por las dos grandes potencia: URSS y EE UU. Los países europeos se pudieron sentir durante 60 años superiores, alternativos y, en parte, ignorantes. La caída del muro de Berlín no hizo más que agrandar su confianza de los países europeos, pero, mientras, aparecía un tercer protagonista en el escenario que jugaba a desarrollar una influencia económica y pacífica, como los países europeos, pero con la inquebrantable determinación de poseer una fuerza militar igual o superior a la de Estados Unidos.

China enseguida entendió que competir con los americanos del futuro dependería de las consecuencias de la gran revolución tecnológica y aprovechando la falta de libertad del régimen fue consumiendo etapas a una    velocidad desconocida. De esa carrera por el futuro, Rusia y Europa, la Unión Europea, fueron    expulsadas sin miramientos: la primera, presa de una nostalgia enfermiza y, la UE, adormecida en un bienestar que poco a poco se resquebraja.

La invasión de Rusia a Ucrania y que los EE UU de Trump, siguiendo a presidentes anteriores como Obama, comenzaran a considerar a Europa un lastre en su competición con China, empezaron a despertar a unas élites acostumbradas a alardear de su superioridad moral, olvidando la equiparable necesidad de defenderse y de la exigencia que demuestra la historia contada ya por Tucídides en ‘La Guerra del Peloponeso’, de tener unos instrumentos proporcionales a lo que quieren defender.

Lo más difícil para los seres humanos son los primeros pasos cuando nos sorprenden los grandes cambios. La Unión Europea se mueve en este momento crucial entre una tendencia a un ensimismamiento buenista y una dolorosa incapacidad para enfrentar con autonomía los retos que le amenazan.

A Europa no le queda más remedio que ser más Europa; es decir, hacer honor a su historia que pasa por Atenas, por el Renacimiento, la Ilustración, la victoria de la razón, la libertad y la solidaridad, enfrentándose a las responsabilidades que le corresponde a la zona más rica del mundo y, para ello, no puede desconectarse de la carrera de la Revolución Tecnológica. En este momento la pregunta angustiosa, una vez que hayamos decidido ser realistas y liberarnos del pasado para ser dueños de nuestro futuro, es si tenemos los líderes capaces para ello.

La confianza, desprestigiado Macron y Sánchez atrapado en una nostalgia populista e irresponsable, la podemos depositar en el canciller alemán, la primera ministra italiana y el primer ministro británico. Son muchas las dudas, pero si ningún gran líder de la historia lo fue antes de enfrentarse a los retos que le distinguieron, podemos tener la esperanza de que próximas generaciones puedan ver con optimismo lo que hagamos los europeos hoy.