Augusto Delkáder-El País

El debate en Cataluña no es identitario como pretenden los independentistas. Oculta y tergiversa la verdadera cuestión que preocupa a los ciudadanos: la situación económica y la distribución del bienestar

La actualidad de la política española refleja un panorama difícil de entender por amplios sectores de la ciudadanía, y la falta de soluciones y el estancamiento de las instituciones impulsan una deriva de rechazo de la política y sus actores que, encerrando una peligrosidad muy seria para la convivencia, provoca reacción de bastantes españoles ante el carrusel de disparates y la falta en muchos de los políticos actuales de aptitud y actitud para hacer frente a los complejos retos pendientes.

Si empezamos por la investidura, la sensación de improvisación, cambios en la idoneidad de los socios y movimientos cortoplacistas desplegados por el candidato parecen estar basados en la estrategia de un publicista que confunde la acción política con los golpes de efecto, la ingeniosidad de los mensajes y la capacidad de decir lo uno y lo contrario como si fuéramos de memoria frágil o considerados simplemente idiotas.

Tiene el candidato toda la legitimidad para escoger sus socios con quienes lograr la mayoría parlamentaria para superar la investidura y conformar un Gobierno estable, pero los ciudadanos exigimos transparencia de los términos de los acuerdos y que no se nos despache con juegos confusos y ambiguos de palabras, tendentes a esconder posibles obscenidades políticas. El riesgo de las propuestas puede ser apoyado mayoritariamente, pero nunca será defendido un pacto oscuro y envuelto en una nube de ambigüedades.

Cuando los independentistas manifiestan que carecen de interés en la gobernación de España es bastante improbable que cualquier pacto que se alcance pueda funcionar. Sencillamente, porque no será sincero y, además, con toda probabilidad carecerá de animus negociandi. Tampoco es un buen síntoma de credibilidad para la sinceridad de sus propósitos cuando ningunean al jefe del Estado y se saltan a la torera la ronda de consultas del Rey, para designar candidato a la investidura. La ley no es un bufet de canapés que se escoge al gusto lo que se cumple y no se cumple. Este es habitualmente el comportamiento de los políticos que desprecian el derecho como norma democrática de la convivencia y navegan en el autoritarismo.

No se trata entonces de un pacto para la investidura del presidente del Gobierno. Será en todo caso algo que sirva al candidato para saltar la barrera numérica de votos para acceder democráticamente al cargo de presidente, y a los otros firmantes, para avanzar en sus pretensiones de desbordar el marco constitucional.

Pero hay más. Oriol Junqueras afirma en una reciente entrevista que está preso por poner las urnas. Miente a sabiendas. Está condenado en un juicio justo por saltarse la ley como norma de convivencia e intentar sustituirla por la fuerza de los hechos o la del más pillo.

La iniciativa de romper el círculo vicioso catalán del independentismo merece un apoyo sin fisuras. El conflicto político no se resuelve con la legítima actuación judicial. El problema catalán tiene muchas y variadas razones y es una asignatura pendiente de la historia contemporánea de España.

A sus raíces históricas y los sentimientos identitarios muy enraizados en amplias capas de la ciudadanía, se unen los inconfesables y tradicionales deseos de sectores de la burguesía catalana de conseguir privilegios, la falta de visión de unos cuadros políticos cuyo único mérito ha sido pegar codazos certeros para ascender en el seno de las estructuras burocráticas de sus partidos y que están poseídos por la ensoñación de manejar Cataluña como un huerto propio.

Pero, en mi opinión, la razón fundamental está generada por la implosión de amplias capas de las clases medias hacia una identificación temporal, que pudiera transformarse en permanente, con el independentismo, porque supone el camino para superar los rigores de las consecuencias de la crisis económica. Pertenecer a España limita las posibilidades del bienestar de los ciudadanos catalanes y drena los recursos generados.

Es intolerable que los indepenentistas ordenen: “España, te sientas, y hablamos de lo que te diga”

Esta falacia y este argumento populista son los inspiradores de aquella campaña de las balanzas fiscales, fundamentan el eslogan “España nos roba” y suponen una simplificación de las complejas relaciones económicas y sociales que acrisolan la identidad española de Cataluña en el marco europeo y que sitúan la manipulación de los independentistas como una de las mayores falsificaciones en la política contemporánea.

Los fundamentos del agitprop de este nacionalismo catalán de vocación tardía y ahistórico son, por encima de todo, profundamente reaccionarios.

Desgraciadamente, entra en lo previsible que Artur Mas, llegado el momento oportuno, para eludir sus responsabilidades y la impopularidad consustancial a las medias necesarias en la gestión de la crisis económica, abanderara esta política de manera tan mezquina. Pero resultan poco admisibles las simpatías que semejantes propósitos políticos despiertan en algunos círculos de la izquierda y entre los que destaca el carácter bailón por errático del secretario general de los socialistas catalanes y el circunspecto líder de la UGT, que por el momento ha aparcado en un armario el principio del universalismo de la lucha obrera y va por barrios. Comenzando por los más pudientes.

La terapéutica que el problema demanda combina la firmeza institucional y desplegar políticas que combatan las verdaderas inquietudes de las clases medias.

El debate en Cataluña no es hoy en día identitario como pretenden los representantes del independentismo, ocultando y tergiversando la verdadera cuestión que preocupa como en todo el mundo a las clases medias en un universo cargado de interrogantes económicas de futuro y donde los mecanismos de distribución del bienestar están lesionados de manera severa. La aparición de los nacionalismos con sus fórmulas milagrosas es algo que consta en los libros de historia y sus consecuencias ensombrecieron a Europa en el siglo pasado. En aquellas décadas, un lúcido periodista, Manuel Chaves Nogales, lo dejó reflejado en sus escritos periodísticos del periódico Ahora,recogidos en un librito, ¿Qué pasa en Cataluña? (editorial Almuzara), que parecen contemplar los acontecimientos de 2019.

Aunque el deseo de bajar del monte de los disparates a Esquerra Republicana de Catalunya y tratar de que acepte el marco de juego constitucional, defendiendo aquellos principios independentistas que desee o los que estime oportunos, puede ser para todas las fuerzas catalanas una magnífica oportunidad de superar este círculo de empobrecimiento y enfrentamiento al que está sometida arbitrariamente Cataluña, siendo una iniciativa arriesgada, merece la pena intentarla y hasta fracasar en ello.

Los independentistas pueden y deben exigir diálogo, pero es intolerable que ordenen al resto de españoles con la traducción auténtica de su eslogan: “España, te sientas, y hablamos de lo que te diga”.

Se equivocan los partidos de la derecha si utilizan esta iniciativa para activar la cuestión catalana, como decía Chaves Nogales, como una rara sustancia que se utiliza como reactivo del patriotismo”.

Pero aún más si cierran las puertas a arbitrar otras mayorías para lograr la investidura, por mor de unos cálculos electoralistas de estrechas miras, estarán arrojando a Sánchez al suicidio político o al genocidio constitucional del independentismo. En ambos casos, el PP se convertirá en cooperador necesario. No debemos contemplar nuevas elecciones y menos estar ya enfrascados en la puesta en escena de las teatralizaciones para ver a quién se le endosa la culpabilidad de este desatino. Sus consecuencias impredecibles las pagaremos todos. Sinceramente, los ciudadanos no nos merecemos este desprecio.

Por eso podemos parafrasear a Ortega y decir aquello de no es esto, no es esto.