José Antonio Zarzalejos-El Confidencial
- Casado dejó de ser presidente del PP con su vomitona en la COPE y colapsó el partido, que no requiere solo de un cambio en la dirección sino de una completa refundación
¿En qué momento Pablo Casado quemó sus naves? Cuando, después de un jueves desaparecido y dejando que su holograma actuase —Teodoro García Egea—, decidió salir a la palestra el viernes. No con una declaración institucional, sino con una entrevista en la COPE de Carlos Herrera. Grave error. Si debía hablar —que debía—, su obligación era hacerlo desde la sede del PP, leyendo su intervención —como Díaz Ayuso— y previa convocatoria a los medios de comunicación.
Algún ‘crack’ de la estrategia en Génova cogitó que la mejor opción consistía en valerse del formato tan en boga de acudir al ‘prime time’ radiofónico con un ‘anchorman’ mediático —él o ella— de los muy buenos que a diario rompen la jornada informativa cuando alborea. Y Carlos Herrera es un periodista veterano, sabio y muy bregado. Además de buen columnista —lo demuestra semanalmente en ‘ABC’—, entrevista con habilidad y extrae de sus interlocutores lo que desea: titulares y noticias. ¿Alguien le advirtió al popular de que el encuentro con el periodista andaluz podía ser la peor de sus equivocaciones? No solo por la agudeza del entrevistador, sino también por el riesgo de acudir a la conversación sin papeles, con el ánimo encabritado y el propósito de ajustar cuentas.
Y Carlos Herrera le tomó la medida al presidente del PP en el minuto primero como cuando sale un morlaco de toriles y el matador calcula por cuál de los pitones derrota el bicho. E hizo la más adecuada de las entrevistas, la más profesionalmente indicada y la más sobria, demostrando su magisterio en el género: simplemente le dejó hablar utilizando sus preguntas —breves y aparentemente leves— para que el presidente popular convirtiese la COPE en su árbol del ahorcado. Ya es paradójico que el palentino entonase el canto del cisne en la cadena de radio mejor situada en la audiencia de la derecha española y con un entrevistador alejado de cualquier animadversión a lo que él representaba.
Pablo Casado contravino en esa comparecencia radiofónica todos los manuales de la comunicación política. No llevaba un guion escrito, expresó sentimientos de frustración y decepción y lanzó gravísimas acusaciones de corrupción y, alternativamente, de desvergüenza contra Díaz Ayuso. Si se cerraban los ojos y se escuchaba al dirigente popular, daba la entera sensación de que el peor enemigo de su partido era el que lanzaba aquellas llamaradas dialécticas contra una dirigente de su propia organización. Insólito.
Los niveles de torpeza de Casado resultaban tan clamorosos que el rostro retransmitido de Carlos Herrera alcanzó la impavidez como si fuera consciente de que ante él se estaba representando un haraquiri según el ancestral rito suicida de los samuráis japoneses. Cuando aquel tramo de la programación concluyó, el estudio parecía un matadero: hasta las paredes quedaron pringadas de sangre tras la autoinmolación aparatosa del invitado. Nuestro personaje entró vivo y salió zombi.
La entrevista-monólogo de Pablo Casado le descabalgó de la presidencia del PP y le derrotó en la reyerta tabernaria que hasta ese momento protagonizaba con Isabel Díaz Ayuso. En ningún momento anterior el presidente del PP había expresado la medida de sus auténticas posibilidades como líder; nunca se le habían observado las costuras tan procazmente y, al tiempo, jamás se hicieron tan obvias sus carencias, y de entre ellas su dialéctica de sonajero ruidoso que tan poco rendimiento le ha retribuido.
Esa entrevista marcó el punto de no retorno para el presidente del PP. Porque, aunque fuesen ciertas todas y cada una de las acusaciones que lanzó a su oponente; aunque resultasen verdaderos todos los sentimientos que experimentaba contra Díaz Ayuso o causados por ella; aunque fuesen auténticas sus razones, sus declaraciones tendrían que haber sido exactamente las contrarias: apaciguadoras y estratégicas.
Nada de eso, sino todo lo contrario. Imposible así tomarse en serio a un tipo que desconoce los más elementales rudimentos de la política, que ignora las responsabilidades que conciernen al presidente del primer partido de la oposición y que, de una u otra forma, es también un referente del propio sistema político. Claudicar a las 36 horas de la soflama contra su compañera de partido dando por buenas sus explicaciones fue un remedio peor que la enfermedad terminal que pretendió zanjar. Agudizó el colapso del partido, en expresión utilizada ayer por Feijóo.
Cuando un dirigente, como es el caso del presidente del PP, se suicida en directo y en una entrevista radiofónica vomitando un desahogo personal que trasluce impotencia y pequeñez, lo que merece es solo un entierro discreto y un caritativo olvido. Sean sus exequias ahora o más adelante, Pablo Casado dejó de ser presidente del PP exactamente esa mañana del viernes pasado en la COPE. La jornada de ayer, con los movimientos espasmódicos del cadáver, requiere de otra valoración complementaria al deceso del palentino consumado ante el micrófono episcopal.
¿Díaz Ayuso? Sus asuntos están ya fuera del alcance de las decisiones del PP. Carece de importancia ahora que Casado, vencido, la exima. Ese juicio de valor les corresponde al fiscal y al tribunal competente. Pero pasará tiempo y, por mucho que cicatrice la herida que le infligió Génova, ha quedado demediada, por más que sus fans la coreasen en una concentración dominical ante la sede del PP tan deplorable como un amotinamiento visceral y populista que la presidenta madrileña debió desautorizar en vez de agradecer. Ella, al dejarse querer por el griterío —¿se convocó bajo cuerda en la Puerta del Sol?—, introduce inquietudes que exigen no un cambio en el PP sino su entera renovación. O por ser más exactos: una refundación.