Resulta ahora que eran 370. Durante todo el verano nos habían anunciado que serían 300 los puntos del programa que el presidente en funciones haría públicos tras sus veintitantas reuniones con las fuerzas vivas del país. Y me había dado por pensar que la redondez del número no era casual. Vista la tendencia a la solemnidad que caracteriza al entorno del presidente, se me antojó que la cifra buscaba suscitar una asociación mental con la hazaña de aquel pequeño grupo de hoplitas espartanos que trató de detener en las Termópilas la invasión de las tropas persas y al que la tradición puso por nombre su número: Los Trescientos. Como si, al igual que Leónidas confiara la ingente empresa al reducido grupo de su guardia personal, Sánchez habría puesto su confianza en los trescientos puntos programáticos para seducir al aliado y conjurar el fantasma de las elecciones. Pero, al temer que la asociación con la proeza espartana sólo conseguiría hacer más ridículo el intento monclovita, se decidió romper a última hora el redondeo. No resultaría verosímil a estas alturas adornar con un halo de épica la farsa que había venido representándose desde la noche del 28 de abril y que culminó el martes pasado con el sonrojante acto de presentación de las 370 medidas.
Nada de lo ocurrido desde aquella fecha ha sido, en efecto, lo que se decía, sino engaño y simulación. El citado acto, por ejemplo, podía haber sido lo que se dijo lo mismo que el primer mitin de campaña o una obscena performance de exaltación del líder al modo de las que solían organizarse en tiempos por fortuna olvidados. Pero, pese a todo, hay que reconocer que, tras la tortuosa peripecia que por poco lleva a Sánchez adonde no habría deseado y que sólo la torpeza de Iglesias enderezó en el último momento, la farsa ha logrado colocar al presidente donde siempre ha querido: en la propuesta de un gobierno socialista en solitario integrado por ministros independientes de prestigio y basado en un amplio acuerdo externo sobre un programa progresista. Lo dijo la misma noche del 28 de abril.
La pelota ha pasado así, de momento, a los pies de Iglesias. Y no la tiene éste nada fácil de jugar. Cometió el error de convertir su alternativa de «gobierno de coalición» en condición irrenunciable. Su opción quedaba así situada, como diría un escolástico, ‘in indivisibili’, es decir, era de las que no admiten graduación y sólo pueden dirimirse con sí o no, con dentro o fuera, con victoria o derrota. Y, empeñado en el error, calificó la situación creada por la negativa de Sánchez a aceptarla en términos de «dignidad humillada», lo que hacía casi imposible la transacción. La cosa no iba, en efecto, de hoplitas o puntos -de 300 o de 370- sino de figurar y de mandar, es decir, de poder. La autosuficiencia y la arrogancia se han dado así la mano para arruinar toda posibilidad de entendimiento. Y si, por casualidad, éste llegara a producirse, la relación resultante quedaría tan lastrada por el resentimiento y el deseo de revancha, que la legislatura sería un calvario. Por no hablar de la endiablada posibilidad de permitir una investidura sin acuerdo con el único propósito de hacer la vida imposible al gobierno que se formara. La pelota habría vuelto entonces a los pies de un Sánchez que se vería en la incómoda disyuntiva de decidir si presentarse o no a la investidura ante tan lúgubre perspectiva: o el poder a toda costa o la condena a un nuevo proceso electoral.
Las elecciones se asoman así al horizonte como una posibilidad difícil de evitar. De ellas se ha dicho todo: que son indeseables, que no harían sino repetir los mismos resultados y que estarían cargadas de incertidumbre. Pero peor que todo eso sería el ahondamiento de la polarización en bloques que inevitablemente se produciría y que desde hace años viene haciendo inmanejable la política y dividiendo a la sociedad. Un desenlace perverso. Me vinieron de nuevo a la mente Leónidas y sus Trescientos. Todos ellos perecieron en su épica gesta. Pero se coronaron de gloria. Un traidor, de nombre Efialtes, pasó información a los persas sobre cómo encerrar a los griegos en el angosto desfiladero. Nuestros Trescientos, en cambio, junto con su líder, ni se coronarían de gloria ni encontrarían un traidor al que culpar. La autosuficiencia, la arrogancia y la temeridad disfrazada de arrojo que han exhibido los líderes, así como la falta de respeto a la ciudadanía, bastarían para explicar lo ocurrido. No haría falta relato alguno para que nos enteráramos de quiénes habrían sido los culpables.