FERNANDO VALLESPÍN-EL PAÍS

  • La sensación de haber entrado en tiempos distópicos no se había agotado con el coronavirus. Ahora observamos, horrorizados, que el destino nos tenía preparada otra sorpresa aún más siniestra

La sensación de haber entrado en tiempos distópicos no se había agotado con el coronavirus. Ahora observamos, horrorizados, que el destino nos tenía preparada otra sorpresa aún más siniestra. El 24 de febrero nos encontramos de repente ante una nueva pesadilla bélica en nuestras mismas puertas. “Se acabaron las vacaciones europeas de la historia” dijo el ministro austriaco de Exteriores, una frase que resume magníficamente el nuevo estado de ánimo. Abandonamos Venus para caer de nuevo bajo el signo de Marte. De Eros a Tánatos, del principio del placer sobre el que habíamos erigido nuestra vida común a la inquietante pulsión de muerte. A las turbadoras predicciones sobre el cambio climático se unió enseguida la amenaza sanitaria para pasar sin solución de continuidad a un momento más aciago. De las mascarillas a los fusiles y las bombas. De un miedo a otro. Aunque el que ahora padecemos tiene un componente que lo aproxima al terror, el no saber en realidad a qué nos enfrentamos, cuáles sean lo últimos designios de Putin.

Lo que sí sabemos es cómo todo esto va a transformar nuestras vidas. Cuando pintan bastos y nos aprieta el miedo, como decía el viejo Hobbes, no hay ya espacio apenas para apostar por nada que no sea evitar el mal mayor. No hay summum bonum que valga, las cuestiones de seguridad, el control de daños, devienen casi en la única preocupación. Es el momento del retorno al “realismo”, del abandono de las esperanzas utópicas. Esto se traduce ahora, por lo pronto, en una interrupción de los ambiciosos propósitos dirigidos a combatir el cambio climático. La prioridad pasa a estar en la defensa y en atajar la crisis energética. Además, como bien dice Janan Ganesh en el Financial Times, la hedonista Europa ya ha tomado nota de que no hay placer sin poder militar, estamos en camino de convertirnos en un híbrido entre la Toscana y Prusia. Se acabó el excepcionalismo europeo, la dolce vita a costa de gorronear del paraguas de defensa estadounidense.

A la vista del sufrimiento del pueblo ucraniano y del giro hacia el totalitarismo de Rusia es difícil pensar que podamos encontrar algo bueno en este retorno a los fantasmas de la historia. Y, sin embargo, precisamente por esta confrontación con el horror, podemos tomar conciencia de toda la banalidad del mundo en el que vivíamos, de la burbuja de frivolidad en la que estábamos inmersos ―esa cultura de los influencers celebrities y similares― mientras en buena parte del mundo, incluso en el nuestro, se seguía luchando por acceder a una vida mínimamente digna. Esto por un lado. Por otro, la importancia de frenar el deterioro de la democracia producido por esa profusión de “hombres fuertes”, de los populismos y de las correlativas estrategias dirigidas a eliminar el control del poder. Hoy más que nunca en décadas, se hace imprescindible recurrir a las reflexiones de Judith Shklar cuando hablaba del “liberalismo del miedo”, cuando, a partir de la experiencia de los totalitarismos del siglo XX, advertía que lo más importante, por donde hay que empezar, es por la eliminación de la crueldad y el miedo. Sin eso no hay libertad que valga. Para ello hay que erigir el orden institucional jurídico y político adecuado que nos blinde frente a los excesos del Estado y de las necesidades más perentorias. En realidad, el que ahora está amenazado. Pero esto no será posible sin “institucionalizar la sospecha”, sin contar con una ciudadanía activa, atenta a todo exceso de poder, venga de donde venga. Ojo a la máxima de Montaigne: lo que más debemos de temer es una sociedad de personas temerosas.