CHRIS BICKERTON-EL PAÏS
- Los nuevos movimientos apelan al conjunto de la población prometiendo aplicar las políticas adecuadas de forma eficiente, pero no resuelven la crisis de integración social de nuestras sociedades
¿En qué consiste la lucha? Esta es una de las preguntas más importantes en política, pero también quizá la más difícil de responder, hoy más que nunca. La respuesta durante gran parte de los siglos XIX y XX se centró en las ideologías rivales. El liberalismo del pequeño Estado luchando contra la aparición de un movimiento socialista internacional, seguido de un conflicto a menudo violento entre el comunismo y las fuerzas políticas conservadoras que iban desde la democracia cristiana hasta el fascismo. La historia de España en el siglo XX ha estado empapada de ideologías, en el choque entre el franquismo y el republicanismo. Pero si intentamos dar sentido a la política contemporánea a través de la lente de la lucha ideológica en España y en otros lugares, nos encontramos con que no podemos entender mucho de lo que ocurre.
La lucha ideológica se origina en sociedades estructuradas en torno a las clases y a la identificación religiosa. Los partidos políticos funcionan como una forma de traducir los intereses de estos grupos sociales en políticas y plataformas políticas. La vida cotidiana se ve consumida por la identidad y la pertenencia política, desde el periódico que se lee hasta la elección de la escuela, el club de fútbol y el bar.
Este modelo de política no ha desaparecido del todo. Las tradiciones políticas permanecen y el lenguaje de la política ideológica sigue siendo el que utilizamos para interpretar la política. Pero, al mismo tiempo, el modelo está roto. El éxito político hoy no puede construirse sobre la base de la ideología. Esta ha sido la lección de Podemos en España. Es una lección que está reconfigurando el panorama político español y que será la clave para futuros gobiernos y coaliciones.
El sistema bipartidista español descansaba en la rivalidad ideológica entre el PSOE y el PP. Ambos operaban firmemente dentro del paisaje ideológico del siglo XX, aceptando la centralidad de los procedimientos democráticos pero también identificándose con las fuerzas de la izquierda y la derecha que han animado la política europea desde mediados del siglo XIX. A principios del siglo XXI, este sistema bipartidista se había desconectado por completo de la sociedad española. Existía como un rígido caparazón ideológico bajo el cual se estaban produciendo dramáticos cambios sociales. El laicismo y el individualismo habían desgarrado al electorado de la derecha tradicional, a la vez que deshacían las identidades de la clase trabajadora que había sido el núcleo del PSOE. Los dos partidos se acercaron el uno al otro, funcionando como una masa política indiferenciada, desgarrada por la corrupción y el clientelismo. Cuando los conflictos económicos y sociales desgarraron España en el momento de la crisis financiera, la lucha que surgió fue entre los ciudadanos y sus élites políticas.
Podemos nació con la idea de que la política progresista no podía seguir tomando la forma de la vieja política de la izquierda. Los ciudadanos que se manifestaban en todo el país no se identificaban con el lenguaje del socialismo del siglo XX. Podemos articuló un nuevo tipo de política, que apelaba al pueblo en su conjunto y denunciaba la corrupción y la incompetencia de las élites políticas. En poco tiempo, la política española se vio redibujada por el éxito de esta apelación al pueblo, por el populismo.
El auge del populismo es un síntoma de la desconexión entre el Estado y la sociedad y de la fragmentación que caracteriza a la sociedad. Al no poder apelar a grupos sociales o comunidades diferenciadas, ya que éstas han desaparecido, el éxito en política significa apelar al conjunto, a todo el pueblo. En lugar de un conflicto entre clases sociales, tenemos una lucha entre el pueblo y la élite.
Sin embargo, el populismo no es lo único que ha surgido de esta desconexión entre el Estado y la sociedad. También hemos visto el surgimiento de otro tipo de política, una basada en la apelación a la competencia y la expertise. Se trata de una forma de política que no tiene nada que ver con las ideologías o los partidos, sino que simplemente está interesada en llevar a cabo las políticas adecuadas. Esta apelación a la pericia la hacen a menudo personas que no se identifican como políticos, sino como ciudadanos que están más allá de la izquierda y la derecha, cuya expertise proviene de una verdadera carrera profesional. Esta forma tecnócrata de hacer política la encarna Mario Draghi y en España la promovió durante un tiempo Ciudadanos. Difícil de clasificar en una escala de izquierda-derecha, Ciudadanos se presentaba como un partido de ciudadanos comprometidos sobre todo con la traducción de sus propias competencias profesionales en la elaboración de mejores políticas para España.
Lo que ha surgido en toda Europa a principios del siglo XXI, y tras la Gran Recesión, ha sido una nueva forma de hacer política, hecha de apelaciones al pueblo y apelaciones a la expertise. Lejos de estar en conflicto, son las dos caras de una misma moneda, la que identifica la política de partidos tradicional como la enfermedad para la que “el pueblo” y la elaboración de políticas por parte de expertos son las soluciones. Los nuevos movimientos y políticos más exitosos han aprendido a combinar ambos, dando lugar a lo que podemos llamar tecnopopulismo, una nueva lógica de la política democrática.
La política española sigue moldeada por la fuerza de las luchas ideológicas, pero esto tiene más que ver con la dinámica del sistema electoral que con los contornos de la sociedad española. La transformación de Podemos en un partido de izquierda más convencional se produjo bajo la presión de la política de coalición en España. Pero la nueva lógica del tecnopopulismo, que refleja la separación del Estado de la sociedad en España, se está imponiendo de nuevas maneras. El propio PSOE se debate entre sus propios orígenes ideológicos y un estilo de gobierno que se ajusta a la lógica tecnopopulista.
Los nuevos desarrollos, como el lanzamiento de “otras políticas”, combinan una apelación al pueblo en su conjunto con un enfoque en las políticas prácticas y cotidianas que se definen por la diferencia que hacen en la vida de las personas y no por ningún tipo de ideología. Las líderes de las “otras políticas” son emblemáticas de esta lógica tecnopopulista. Se relacionan con el público de una manera profundamente personalista, como personas con sus propios proyectos políticos más que como representantes de un partido o una tradición política. Al mismo tiempo, su mensaje es claro: la política tiene que consistir en encontrar soluciones a las cosas que realmente le importan a la gente. Otras figuras políticas destacadas —como Isabel Díaz Ayuso— persiguen su propia versión de esta lógica tecnopopulista. Frecuentemente calificada de populista, la popularidad de Díaz Ayuso se basan también en lo que sus partidarios consideran el éxito de sus políticas como presidenta de la Comunidad de Madrid.
El tecnopopulismo, sin embargo, no es una solución a la brecha que existe entre la esfera pública y la política. Es un síntoma de ello. Construir nuevos movimientos políticos que apelen al conjunto de la población, prometiendo aplicar las políticas adecuadas de forma eficiente, sólo puede hacer que la brecha sea aún más evidente. En la raíz de esta nueva política tecnopopulista están las sociedades atenazadas por la fragmentación y el individualismo, donde los conflictos que existen están tan disgregados y aislados unos de otros que no pueden generar el tipo de identidades colectivas necesarias para superar los problemas a los que se enfrentan estas sociedades. El tecnopopulismo ha llegado para quedarse como una nueva lógica de la política, pero no es una solución a la crisis de integración social a la que se enfrentan nuestras sociedades.