Cristian Campos-El Español
No tengo ni la más mínima duda de que dentro de cinco, seis o siete décadas se hablará de los años 10 y 20 del siglo XXI como del periodo más insondablemente estúpido de la historia de la cultura occidental. Como una pequeña edad de hielo de la inteligencia en la que las sandeces, las catetadas y la arrogancia más cretina se apoderaron temporalmente de la política y de la cultura, y en la que miles de adultos compitieron entre ellos por completar la regresión más perfecta e irreversible posible a su estado natural primigenio de berza con dientes.
«La Universidad de Yale anula un curso introductorio de Historia del Arte del Renacimiento a Hoy debido a la abrumadora cantidad de artistas blancos, varones y heterosexuales que incluye. De hecho cuestiona incluso que sea lícito hablar de arte occidental» explicaba el filósofo Miguel Ángel Quintana Paz en su cuenta de Twitter y no me hizo falta siquiera pinchar en el enlace para saber que la noticia era cierta. Hace tiempo que algunas universidades son poco más que un aparcadero de hijos lentos de mollera, pero lo que no sabía es que estos hubieran llegado tan rápido a decano.
Hace unos años me ensañé en una columna de opinión con un tonto con balcones a la calle que había rebuznado la gansada progresista de moda en aquel momento y el periodista Jordi Pérez Colomé me lo afeó con una frase que tocó nervio. «Te buscas víctimas que no están a tu altura». El reproche era halagador, pero reproche al fin y al cabo. Está mal abusar de aquellos que se ahogan en una frase de más de dos comas, y aún está peor si tú manejas los argumentos y la retórica –y el formato– de una manera que tu rival no dominará jamás, por edad o por defectos de andamiaje genético.
Hoy, el tonto con balcones a la calle –no ese tonto con balcones a la calle en concreto, sino el tonto con balcones a la calle genérico, el arquetipo del tonto con balcones a la calle– ha ocupado todos los resortes del poder y esparce su tontería con el aplomo de un emperador.
Tontos con balcones a la calle son los que se quejan por no poder alquilar un piso en el centro de Madrid por 500 euros mientras despotrican dos frases más allá de esa España despoblada en la que ellos no pondrían un pie así les arrastraran de las narices cuatro caballos percherones.
Son los que piden a grito pelado y con gigantescas dosis de superioridad moral que se suba el precio de los billetes de avión porque el turismo no es un derecho mientras planifican su próxima visita al Berghain de Berlín.
Son los que ordenan cerrar todos los negocios incapaces de pagar un sueldo de 950 euros a sus trabajadores mientras piden que se subvencione el cine español más deficitario o se lamentan amargamente por la erradicación de las pequeñas tiendas de barrio en favor de impersonales multinacionales en artículos pagados a 25 euros por revistas culturales de las que pagan en visibilidad y que no lee nadie.
Son los que viven escandalizados por el turismo que abarrota Madrid y Barcelona y Málaga pero que preferirían ser despellejados vivos antes que pasar un solo minuto en una ciudad de tamaño medio sin uno solo de esos festivales de cortometrajes alternativos que sobreviven gracias a la financiación de ayuntamientos cuya principal industria es el turismo.
Son los que se lamentan del cierre de las cafeterías de viejos de toda la vida de dios en las que no han puesto un pie en su vida porque qué asco dan los putos viejos.
Son los que exigen penitencia moral a su cultura por pecados no solo anacrónicos sino también imaginarios, cuando no directamente gilipollas, mientras piden espacio para culturas bárbaras que ni siquiera han llegado a desarrollar el concepto de progreso moral.
Son las que viven estresadas por un capitalismo patriarcal que no deja espacio a sus clases de yoga, y a la maternidad, y al activismo, y a la pachamama, y a su mismosa mismidad de ellas mismas y su yo más personal, pero que no soportan un solo minuto de pausa sin algún carísimo entretenimiento tan breve como espasmódico, vacío y fugaz, y que viven a la espera de un macho alfa cuyo único cometido en la vida sea proveerlas de las emociones correctas en función de sus necesidades existenciales del momento, como un Siri del amor y el compañerismo y la emoción y la empatía y el perdón.
Y ahora, encima, esta gente ha llegado a ministro. Algo habremos hecho mal para que los más limitados de entre nosotros estén dictando cómo debemos vivir nuestras vidas.