La escafandra

ABC 17/10/14
IGNACIO CAMACHO

· Si las diez muertes por legionela en Cataluña se hubiesen producido en Madrid estaríamos ante una crisis de Estado

LOS virus son invisibles pero algunos resultan muy mediáticos. El ébola se ha revelado imbatible en audiencias y ése es el motivo principal de que cualquier televidente español pueda sentirse en los últimos diez días en grave peligro de muerte inmediata. El ambiente audiovisual se ha vuelto tan apocalíptico que darían ganas de ir a confesar si no fuese por miedo a salir contagiados de la iglesia. La nueva Edad Media que profetizó Minc brota de la sociedad de la comunicación con los tintes jeremíacos de una peste posmoderna. El miedo multiplica el share y la competencia por el sha

re provoca más alarma; un bucle diabólico que atenaza a los sanitarios y devora a unos políticos poco versados en el manejo de emergencias. En medio del ruido paroxístico es casi tan importante contar con científicos competentes como con comunicadores dotados de temple y carisma. El Gobierno ha encontrado al fin, tras una semana de caos y chapuzas, a unos expertos idóneos para emitir mensajes creíbles y sosegados que al menos dan la sensación de tener bajo control la crisis. Pero no cabe engañarse: no hay modo de comunicar bien una epidemia.

Se puede, eso sí, mantenerla bajo la alfombra a base de crear burbujas informativas y provocar grandes humaredas políticas. Lo ha logrado el Gobierno catalán con un brote de legionela que ha matado a diez ciudadanos y contagiado a otros cuarenta en menos de un mes sin mayor trascendencia de opinión pública. A día de hoy ni siquiera se sabe el origen ni la causa, pero el poder autonómico no necesita esclarecer el caso porque anda envuelto en la bandera secesionista. Nada perturba allí el protagonismo estelar, unívoco, de la gran matraca. La legionela es un virus letal pero con poco encanto: su potencia mortífera sólo merece páginas interiores en la sección local de la prensa del oasis. Asuntos internos, menudencias de la vida provinciana. Y el consejero del ramo, llamado a dar explicaciones, se permitió la impune broma macabra de anunciar que regresaba de Madrid y que si lo deseaban los presentes podían abandonar la sala.

Si esas diez muertes se hubiesen producido en la capital estaríamos ante una crisis de Estado. Mareas blancas, denuncias penales, vociferio callejero, conmoción en Twitter y alboroto flamígero en el prime time tertuliano. Madrid es una ciudad convulsa y crispada, un laboratorio de agitación social dotado de altavoces capaces de atronar España. Y además está administrada por el PP y es la sede del Gobierno: se halla en el lado equivocado de la corrección política. Hoy se diría minada por el ébola, la zona cero de una pandemia a punto para el cordón de clausura. Ayer entré en un plató de televisión y sobre la mesa de opinión había quedado del programa anterior un traje aislante amarillo, con sus guantes azules y su escafandra; por un momento temí que fuese el nuevo uniforme obligatorio de la cuarentena.