Cristian Campos – El Español
El empeño de Vox en hacerle la campaña a Podemos ha alcanzado hoy cotas de esperpento durante el debate electoral de esta mañana en la cadena SER con un incidente que reproduce la secuencia de Vallecas, pero en sentido inverso.
Tras arremeter contra Cáritas calificándola de «chiringuito» y acusándola de «beneficiarse» de los «4.700 euros por plaza» que supuestamente cuesta el mantenimiento de los mena (Cáritas ha pedido que no se utilice a menores como argumento electoral durante la campaña), Rocío Monasterio ha puesto en duda la veracidad del envío de una carta con cuatro balas a Pablo Iglesias y se ha negado a condenar las amenazas al líder de Podemos, al ministro del Interior Fernando Grande-Marlaska y a la directora de la Guardia Civil, María Gámez.
Rocío Monasterio tenía a su alcance una salida bastante más elegante que la escogida finalmente si no quería condenar las amenazas: pedirle a Iglesias que condenara la violencia de Vallecas. Pero sin caer en teorías conspiranoicas ni añadir luego el «levántese y váyase», que es tanto como retractarse de lo dicho en la frase anterior.
Porque Podemos, en efecto, jaleó y blanqueó la violencia de Vallecas al atribuirla a una «provocación» del partido liderado por Santiago Abascal por haber osado organizar un acto en un barrio que Podemos considera de su propiedad.
Pero Rocío Monasterio, cuyo objetivo en esta campaña electoral no parece ser tanto el éxito de su partido como la salvación de un Podemos que cae sondeo tras sondeo, ha respondido como suele. Con una provocación que ha conseguido el objetivo deseado. Deseado por Pablo Iglesias, por supuesto.
Al impresentable cartel de Vox, que compara mendazmente cifras disímiles y criminaliza a todos los mena (procedan de donde procedan, hayan o no delinquido, y estén en la situación que estén), Monasterio ha sumado ahora las tesis conspiranoicas que hablan en las redes sociales de un contubernio de las cloacas del Estado para enviar cartas amenazantes falsas a Iglesias, Marlaska y Gámez.
Si esas cartas son falsas, que Vox lo demuestre. Y si Monasterio no tiene pruebas de ello más allá de la supuesta coincidencia en el método con las amenazas que los dictadores latinoamericanos sufren de forma regular durante sus campañas electorales, que se abstenga de emponzoñar una campaña electoral en la que Vox y Podemos han aterrizado con el objetivo, obvio, de dinamitar la convivencia entre madrileños.
Decíamos ayer en EL ESPAÑOL que las espaldas de la democracia son lo suficientemente anchas como para soportar que la propaganda electoral demagoga sea castigada por los ciudadanos con su voto y sin necesidad de recurrir a los tribunales penales. Por supuesto, la democracia soportará también el paso de Vox por ella.
Cuestión aparte es a quién beneficia la estrategia de Vox. Quizá las salidas de tiesto de Monasterio le den votos entre un determinado sector del electorado particularmente radicalizado. Es probable. Pero si a alguien se los da seguro es a un Pablo Iglesias que quizá estaría ya en los sondeos por debajo del 5% si no fuera por los constantes capotes de Monasterio a su líder.
Beneficia también, muy claramente, al bloque de la izquierda en general, que tiene después de lo ocurrido hoy mucho más cerca un objetivo que hace unas horas parecía imposible: gobernar la Comunidad de Madrid.
Pero la sospecha, alimentada por cierto con insultante frecuencia en las redes sociales por muchos de sus votantes, es que Vox prefiere una España gobernada por el PSOE, Podemos, ERC y EH Bildu, pero con Vox por delante del PP, que una España gobernada por el PP, pero con Vox por detrás de los populares.
A fin de cuentas, eso y no otra cosa es el eslogan «sólo queda Vox». Un lema que reproduce fielmente la moral del perdedor que apenas aspira a ser el primero de una oposición cada vez más raquítica e intrascendente mientras la extrema izquierda y los nacionalistas retozan a placer en la Moncloa.
Si ese es el objetivo, Monasterio debe ser felicitada porque ha cumplido a rajatabla con su papel en el éxito del gobierno Frankenstein.
Todo lo dicho no exculpa a un Pablo Iglesias que fue el primero, en su caso desde la extrema izquierda, en emponzoñar la política española y en justificar la violencia de los radicales siempre que ello le convenía electoralmente.
Como era de esperar, Iglesias ha recogido el guante lanzado por Vox y ha aprovechado para escenificar una impostada indignación que le ha convertido en el centro del debate.
A la espantada de Iglesias ha seguido la de Ángel Gabilondo y Mónica García, pero sólo después de que sus asesores les informaran del revuelo que se estaba generando en las redes sociales. Reaccionar a golpe de tuit es lo último que se espera de unos candidatos a la presidencia de la Comunidad de Madrid que no deberían ser tan receptivos al pastoreo caprichoso por parte de las masas.
Si alguien ha salido fortalecido del desastre que ha sido el debate de la cadena SER (desastre alimentado por una moderadora que en vez de calmar los ánimos los excitaba de forma irresponsable pidiéndole a Iglesias que respondiera a «las provocaciones» de «la ultraderecha») ha sido un Edmundo Bal que ha pedido a Gabilondo y a García que se quedaran en la mesa para debatir «como se hizo durante la Transición».
Por supuesto, también una Isabel Díaz Ayuso cuya decisión de no participar en el debate demuestra su olfato detectando encerronas.
La mala noticia para Ayuso es que Vox está siendo mucho más efectivo que Podemos, Más Madrid y el PSOE a la hora de activar el voto de izquierdas. Porque si algo ha quedado hoy claro es que si el 5 de mayo Gabilondo es presidente e Iglesias, vicepresidente, el mérito no será de sus desastrosas campañas electorales, sino del trabajo ímprobo de Vox en su favor.
A ver si va a acabar recibiendo Monasterio los 4.700 euros de los mena. Por los servicios prestados al Gobierno, digo.