El Correo-ANTONIO RIVERA
Tras el Consejo de Ministros en Barcelona, todo sigue igual. En lo táctico –la distancia favorita de Sánchez–, tiene más cerca la aprobación presupuestaria. Pero en lo estratégico la distancia con los otros se ha incrementado
Disputa de poca importancia entre las avanzadillas de dos ejércitos. Tiene por objeto tantear, desorientar, molestar, inquietar o reconocer. La entrevista de los presidentes español y catalán y la celebración del Consejo de Ministros en Barcelona, a pesar del acompañamiento mediático que ha tenido, no pasa de ser una escaramuza en una disputa de mayor recorrido.
Dejaría las cosas en el mismo lugar que las encontró si no fuera porque es una de esas realidades tan característica del tiempo que vivimos, donde los contextos son tan valorados como el propio texto. Resulta bastante irrelevante en su contenido, porque su practicidad hubiera sido la misma de haberse reunido el Consejo en Pontevedra o en Murcia. Su importancia fáctica es casi nula y toda su entidad reposa en la consideración subjetiva, en el dichoso contexto. Por eso, también, tampoco tiene valor alguno: cada cuál habrá evaluado lo ocurrido desde su prejuicio original. Además, tampoco los hechos de la escaramuza han sido demasiado contundentes como para forzar otra impresión: una reunión entre partes con asistentes limitados y acuerdos exóticos; imágenes estudiadas y sin significado preciso; resoluciones del encuentro ministerial conocidas de antemano; una movilización discreta para lo que pudiera haber sido… De modo que todo el mundo puede seguir pensando lo que pensaba el viernes a mediodía porque con lo ocurrido en las horas posteriores es difícil cambiar de criterio sobre el asunto.
El efecto entre la clase política y periodística, tan ocupada y preocupada por este ir y venir, tampoco es palmario. El Gobierno podría tener más cerca la aprobación de los Presupuestos, pero todo le ha distanciado más de su oposición: las diferentes derechas se pronuncian en unos términos (valentía, orgullo, vergüenza) que dificultan el regreso sobre sus pasos. El magma independentista –imposible de tildar como de oposición u apoyo al Ejecutivo– no ha hecho sino ratificar su estilo político, inconsistente y esquivo tanto cuando pisa alfombras como cuando pisa el pavés. Su reiterado jugueteo le anula a la vez como agente político y como agente revolucionario. Sencillamente, no resulta creíble, no es serio. El Gobierno ni mejora ni empeora, pero eso no le favorece porque el tiempo opera ya en su contra. Ha confirmado que Cataluña sigue siendo parte del Estado español, a pesar de los miles de policías y de otros tantos aguerridos disidentes y de los happenings de sus gobernantes, pero no ha salido indemne, más por el marco que le han dibujado las derechas españolas que por la eficacia de los inconvenientes de los secesionistas.
Todo sigue en el mismo sitio que anteayer. En lo táctico –la distancia favorita del presidente– puede que le contabilice en positivo: tiene más cerca la llave de su continuidad, la aprobación presupuestaria. Pero en lo estratégico, si acaso maneja ese cálculo, la distancia con los otros se ha incrementado, menguando así las posibilidades del acuerdo. Porque los que pueda establecer con la llamada ‘coalición Frankenstein’ solo sirven para dilatar en el tiempo la solución de cualquier problema importante que tenga el país, sea este Cataluña, el reordenamiento territorial, la reforma constitucional, el abordaje de la crisis política o una salida cualitativamente distinta de la crisis económica. Esa compleja suma de escaños solo le puede proporcionar tiempo en La Moncloa para maquillar la herencia Rajoy con parches o para manejar los tiempos y convocar elecciones en el instante adecuado. Con todo, esta extraña segunda parte de la legislatura que tanto le beneficiaba, al maniobrar a voluntad con sus tiempos, opera ya en su contra porque la oposición le sitúa a la defensiva y buena parte de la opinión ciudadana tiene similar percepción (como se ha demostrado en Andalucía).
Y aquí viene la parte más negativa: las posibilidades de acuerdo con la oposición de derechas, la que proporcionaría la suma de escaños necesaria para las reformas de entidad que precisa el país, son nulas. Esta se ha aferrado a un discurso que le cierra el camino al presidente, igual que se lo cierra a ella. Por mucho que sumaran sus facciones en unas futuras elecciones, sus posibilidades de arreglar el país serían escasas, incluso con mayoría absoluta. Su beligerancia y ajenidad a lo real les ubica en la misma antipolítica de los secesionistas: no pueden encontrar socios y no tienen espacio real para aplicar esas políticas en el contexto europeo (por muy mal que esté hoy Europa).
Y, sin embargo, la solución pasa por el acuerdo. Primero, entre los grandes partidos españoles. Luego, si es posible, con los secesionistas catalanes. Y después con las otras regiones españolas y con la ciudadanía, para establecer respuestas a esos graves problemas del país. A tal posibilidad se llegará solo después de un nuevo recuento electoral que diga cuál es el apoyo ciudadano a cada opción y su opinión sobre los grandes temas abiertos. Si no va por ahí, el futuro seguirá siendo de escaramuzas banales, de pérdida de tiempo y de incremento de la úlcera española.
¿Ha contribuido lo de Barcelona a posibilitar los pasos para ese gran acuerdo? No lo creo. Por eso es una escaramuza, que se habrá olvidado ya para cuando hoy caiga la primera bola de los bombos de la lotería. Eso da la medida de su irrelevancia.