MANU MONTERO-El Correo  

Los imaginarios serán fantasiosos, pero si dices ‘preso político’ o ‘exiliado’ y los tuyos te creen, el estereotipo cuela. El debate ‘indepe’ no habla de qué harán sino de qué tiene mejor venta

El relato se impone sobre la realidad. La visión de los sucesos se acomoda como un guante a estereotipos previos, por lo común de aire épico. Según uno muy difundido, el capitalismo chupa la sangre de los obreros y de las clases populares. En el discurso político de algunas izquierdas cualquier acontecimiento desarrolla la idea. Y así, el Ibex 35 tiene la culpa de todos los males. Si aumenta la contaminación se debe a las ansias de la oligarquía por forrarse, qué les importa nuestra salud. Un tercio de los españoles cae en el empobrecimiento, y subiendo: no es necesario demostrarlo, lo mismo que nunca se afirmaría lo contrario, que nos desempobrecemos. Sólo sucede lo que entra dentro de nociones estereotipadas. El resto es pura filfa, ganas de engañarnos. 

No son esquemas sofisticados. El argumento apocalíptico tiene su continuación: de nuestra caída a los abismos sólo nos salvará la lucha popular. Por eso, los héroes son los líderes transversales que aseguran que esto no les gusta; la emoción salta con la noticia del enfrentamiento con el orden aburguesado –el sindicalista emprendiéndola a zurriagazos con la cajera que simboliza al capital–, cualquier iniciativa es loable si combate a la peor derecha de Europa, que por un casual es la nuestra. De rechazo tenemos la mejor izquierda de ídem: al menos está llena de buena voluntad, que lo justifica todo. 

Los arquetipos cambian algo con el tiempo pero mantienen el esquema truculento, la inocencia popular sorprendida y violentada por el mal. En nuestros relatos sociales subyace la imagen de Caperucita Roja cantando tan tranquila por el bosque, que acaba engañada y tragada por el lobo feroz. También está el héroe, el cazador que al final se cepilla al mal. Nuestras interpretaciones no tienen matices, sino la confrontación entre lo mejor y lo peor en estado puro. 

El Estado es el mal y los ‘luchadores populares’ el bien. No importa si los ‘combatientes’ acudieron a la violencia arrogándose representaciones que no tenían. Por eso los terroristas no lo eran sino practicantes de la lucha armada, que reaccionaron contra el Estado represor, responsable de los males seculares. Tales males no necesitaban demostración, pues el estereotipo puede con todo. «Mientras las fuerzas de ocupación continúen en nuestro pueblo no habrá paz», «sacad vuestras sucias manos de Euskal Herria»: la fuerza del insulto y de la amenaza ahorraba el esfuerzo de explicar. Era doctrina para consumo propio pero infundía respeto… 

Llaman ahora ‘posverdad’ a las mentiras de toda la vida que sirven para gestar la opinión pública apelando a las emociones y las creencias. No hay gran novedad, pues constituye una práctica inveterada, arriba van unos ejemplos de cuando no se había inventado el término. Lo importante es la insistencia en el argumento falaz, en su repetición y en que no tenga gran complejidad: blanco/negro, nosotros/ellos, Estado/pueblo. En los antagonismos siempre ganamos: nosotros y los nuestros. Nosotros somos los amantes de la paz y del progreso, ellos… 

El relato estereotipado llega a sobreponerse a la realidad, moldeándola. Cataluña es un caso extremo. La crisis catalana parece una representación guionizada de la serie ‘Un pueblo hacia la independencia’, con sucesivas escenas que desarrollaban la trama, objeto de una planificación cuidadosa, episodio a episodio. Lo de menos, a estas alturas, es el punto de partida, la repetición maniática del «España nos roba», la versión falsificada de la historia, el victimismo que confiere un halo de virtud a los patriotas y por tanto desprecia a los enemigos, los flojos y los traidores. 

Las primeras escenas representaban al pueblo en marcha, con proliferación de enseñas nacionalistas: ante la imagen pública nada parecía turbar la unidad y la efervescencia. Siguió el capítulo del líder frente al Estado, con aquellas imágenes de Mas escenificando que se sentía maltratado por el Gobierno. Estuvieron los capítulos de los líderes llevados ante la justicia respaldados por el pueblo; de los ciudadanos votando pacíficamente en referéndum; de una represión descomunal, tan bien escenificada que hasta desbordaba lo que mostraban las imágenes. El capítulo de la proclamación de la independencia quizás salió peor, pues faltó la euforia política y el entusiasmo popular que exigía un acontecimiento de esta naturaleza. ¿Las escenas de la entrega de unos y la fuga de otros formaban también parte del guión? 

Podría ser, porque, sorprendentemente, el independentismo catalán parece actuar en función de los relatos, no de la realidad. Empezó la nueva fase de una peculiar simbología resistencial, de aires tradicionales: la escena de los alcaldes en Bruselas con sus varas de mando, tan pintoresca, venía a ser la representación esencial (o así) de la Cataluña profunda en trance de amenazar al mundo con sus palos. ¿Y después qué? Da la impresión de que el mundo independentista se ha escindido en dos relatos: el de los encarcelados (injustamente) por el Estado, presos políticos cuyo sufrimiento acabará redimiendo al pueblo; y el del exiliado lejos de la patria que confía en el apoyo de sus compatriotas para volver en volandas a su trono, pues sus votos le redimirán ante la comunidad internacional. 

Los imaginarios serán fantasiosos, pero si dices «preso político» o «exiliado» y los tuyos te creen, el estereotipo cuela. El debate entre los independentistas no habla de qué harán, sino de qué argumento tiene mejor venta. 

El relato no se utiliza para interpretar la realidad, sino para sustituirla.