Carlos Sánchez-El Confidencial
- La economía se basa en la confianza, pero en un clima político que todo lo ensucia, se resiente. Lastra la recuperación del país. España pasa del pesimismo al optimismo en un abrir y cerrar de ojos
La ciclotimia es una vieja conocida de la política. Se pasa de la euforia a la depresión a una velocidad pasmosa, y eso puede explicar algunas de las anomalías históricas de España, donde la patología es crónica, no tiene un carácter transitorio. La ciclotimia, como se sabe, es un trastorno bipolar leve que aplicado a la política consiste en ser extremadamente optimista cuando uno está en el Gobierno y ser generosamente pesimista cuando el susodicho pasa a la oposición.
Los casos son innumerables, pero en los últimos años —al abrigo de la polarización y del tremendismo como modo de hacer política— esta tendencia se ha acrecentado hasta niveles siderales. Hasta el punto de que la respuesta política a determinados acontecimientos se ha hecho perfectamente predecible. En particular, si se trata de un asunto económico. Si sale la EPA, el IPC o el último dato del PIB todo el mundo sabe lo que va a decir el líder de la oposición —de hecho basta con escuchar sus últimas declaraciones para ahorrarse el comentario— y si quien lo hace es un representante del Gobierno sobra decir que España es jauja. Ese lugar donde va a suceder algo maravilloso, que diría Yolanda Díaz.
Lo que sorprende, sin embargo, es el desprecio por un análisis, digamos prudente, de la coyuntura económica o de la realidad social
Esta discrepancia tiene cierta lógica en un sistema democrático. Al fin y al cabo, la retórica forma parte indeleble de la política, y no se entendería que Gobierno y oposición saquen las mismas conclusiones sobre una misma cifra. Eso sería lo mismo que carecer de alternativas, que solo pueden construirse a raíz de una lectura correcta del espacio público y de la realidad objetiva.
Lo que sorprende, sin embargo, es el desprecio por un análisis, digamos prudente, de la coyuntura económica o de la realidad social, que es justamente lo contrario al exceso y a la desmesura, que en última instancia es lo que esconde y pretende la polarización, y que se resume en una vieja frase de los malos periodistas: que la realidad no te haga cambiar un buen titular.
Veinte millones
A principios de 2014, el Gobierno de Rajoy se desgañitaba proclamando a los cuatro vientos que la economía española salía de la doble recesión iniciada en 2008, pero buena parte de la izquierda lo negaba pese a que tanto los indicadores adelantados como los observados dijeran lo contrario. Ocho años después han cambiado las tornas. Ahora es el Gobierno de coalición quien sostiene que la recuperación no solo está en marcha, sino que, además, es robusta. Para Casado, por el contrario, España va camino de la ruina, lo cual no deja de sorprender cuando se ha superado la barrera de los 20 millones de ocupados. «Me importa mucho más llegar a los 20 millones de ocupados que reducir el déficit», llegó a decir Rajoy en la precampaña electoral de 2016.
Es evidente que detrás de ambas estrategias hay pura verborrea, y ya Hanna Arendt advirtió que sin hechos no había opiniones, solo palabrería. Lo cierto es que en 2014 la economía salía de una profunda crisis, mientras que en 2021, con los datos conocidos recientemente, también lo hace. Una economía que crece un 5% —bien es verdad que después de un retroceso del 10,8%— y genera más de 840.000 empleos, también es cierto que después de haber destruido más de 600.000 puestos de trabajo, está en la buena dirección. Otra cosa es un debate sosegado sobre si la velocidad es la adecuada en un contexto tan favorable: tipos de interés cero o suspensión de las reglas fiscales. O si determinadas decisiones sobre el volumen de gasto público para enfrentarse a la crisis han sido las correctas.
No tendría mayor importancia tanta demagogia si no fuera porque tiene trascendencia. No es irrelevante. Los agentes económicos, familias y empresas, se mueven por expectativas, y si se siembra la desconfianza es evidente que los procesos de inversión y de gasto se resienten, algo que puede explicar que la recuperación económica —además de razones estructurales como un modelo productivo muy vinculado a la movilidad— esté siendo más retrasada en España que en la eurozona.
Es una cuestión de expectativas que, convenientemente saboteadas con declaraciones irresponsables, pueden lastrar la recuperación
Algunos trabajos demoscópicos ya han identificado, por ejemplo, una aparente contradicción: la imagen del Gobierno es peor que la de sus políticas, lo cual solo puede explicarse porque Sánchez es poco empático y cae mal o porque buena parte de la población no ha asumido todavía los pactos con ERC o Bildu. O, incluso, por el hecho de que Unidas Podemos se siente en el Consejo de Ministros, lo cual, para una parte de la opinión pública, descalifica cualquier decisión económica, aunque vaya en la dirección correcta. Alberto Garzón puede decir que la tierra es redonda y muchos no acabarían de creerle.
No es gratis esta visión del Gobierno. La falta de confianza en lo que pueda hacer Moncloa, más que en lo que hace, se traduce, por ejemplo, en la lenta reducción del ahorro forzoso generado durante los meses más duros de la pandemia, lo cual, a su vez, explica que el consumo de los hogares (que es el principal componente del PIB) crezca todavía muy por debajo de lo que lo hace la economía. Es decir, es una cuestión de expectativas que, convenientemente saboteadas con declaraciones irresponsables y, sobre todo, falsas, pueden lastrar —y lo está haciendo— la recuperación. Sobre todo si se tiene en cuenta que el entorno de la mentira es, precisamente, el caldo de cultivo en el que anida el populismo.
El barro de la política
Está acreditado que cuando se cuestionan las instituciones de forma injusta o se sobreactúa sobre la realidad económica y social, la capacidad de reacción de los países ante fenómenos adversos se debilita, y ese fenómeno lo aprovechan los demagogos, algo que ahora está sufriendo en carne propia el Partido Popular, que no es capaz de alejarse de la sombra de Vox. En el barro de la política siempre ganan los desacomplejados.
A este estado de cosas se ha llegado, probablemente, porque el sistema político ha sido incapaz de crear un clima de entendimiento sano, que es el punto de partida inapelable para que cualquier política pública sea eficaz. Muchos trabajos académicos, por ejemplo, han encontrado evidencias en que las reformas que salen por un consenso amplio —ahí está la Constitución española— duran más y son más efectivas para resolver los problemas de la gente, mientras que, por el contrario, las que se aprueban con un respaldo minoritario o escasamente representativo tienen la vida más corta y son en muchas ocasiones inútiles. Ni siquiera hace falta recordar los ejemplos más obvios.
A estas alturas de la legislatura sería infantil pensar que se puede recomponer el clima de entendimiento. Sánchez se negó a explorar esa vía nada más llegar a Moncloa y Casado tiene entre ceja y ceja competir con Vox, lo cual solo puede desnaturalizar lo que ha sido el Partido Popular desde su refundación en los tiempos de Aznar.
En la práctica la economía española está hoy intervenida, ya sea por el BCE, que compra la deuda pública, o por la Comisión Europea
Sería todavía más absurdo pensar que se debe acabar con la legítima discrepancia entre partidos: China no tiene ese problema. Pero eso no es incompatible con una lectura rigurosa de la coyuntura económica y la cuestión social. Entre otras cosas, porque en la práctica la economía española está hoy intervenida, ya sea por el BCE, que es quien compra la deuda pública, o por la Comisión Europea, que es quien hace transferencias gratis o presta para sacar al país del atolladero. Algo que se observa con enorme nitidez en la estabilidad de la prima de riesgo, y que tanto le hubiera gustado disfrutar a Rodríguez Zapatero.
Es por eso por lo que aparecen como ridículas las sobreactuaciones sobre la situación económica en lugar de hacer un diagnóstico riguroso y certero. Entre otros motivos, porque si el análisis se construye sobre premisas falsas el resultado de la ecuación solo puede ser negativo. Y con un 13% de paro, una deuda equivalente al 122% del PIB, y con graves problemas de productividad, bajos salarios y precariedad laboral no conviene equivocarse. Claro está, salvo que se asuma como una realidad caída del cielo —y, por lo tanto, no achacable a los humanos— que la tasa de actividad sea hoy la misma que la que había hace 15 años. Si lo que se pretende es que España vuelva a ser el país más afectado de la eurozona en la siguiente crisis, vamos en la buena dirección.