EL PAÍS 08/12/14.
Cayetana Alvarez de Toledo, Félix de Azúa, Nicolás Redondo Terreros, Fernando Savater, Andrés Trapiello y Mario Vargas Llosa, fundadores de Libres e Iguales
· La libertad e igualdad que fundamentan la Constitución deben ser la base de todo debate
Es un plácido lugar común el afirmar que la Constitución de 1978 fue el resultado de un pacto entre distintos. Más o menos subrepticiamente se añade que sus problemas arrancan de que el pacto se fraguó entre el tiempo viejo y el nuevo, es decir, entre el franquismo y la democracia.
Este es un análisis que refleja uno de los vicios más obstinados de la historiografía española y que podríamos llamar el mito de la transición inacabable. No hay consenso sobre la duración de ese proceso, que algunos alargan, a su conveniencia argumentativa, hasta el 23 de febrero de 1981, la victoria socialista de octubre de 1982 o incluso hasta el triunfo de José María Aznar en 1996, por no hablar de quienes, con la arrogancia de la irresponsabilidad, proclaman que el 15-M y su derivación partidista cierran definitivamente un lacerante episodio de la historia española.
Esta incertidumbre historiográfica y política revela una causa más vasta e inquietante: la imposibilidad de que España salga de un eterno periodo constituyente, una característica verificada en la historia de los siglos XIX y XX y que amenaza con seguir operando como un desdichado mantra de la actividad de nuestra comunidad política. Esa España constituyente que no acaba nunca de constituir nada sólido ni de ser constituida, esa España instalada en la adolescencia política, cabe vincularla también con otra característica de la discusión civil. Los problemas españoles nunca son problemas normales, por así decirlo, resultado de las circunstancias cambiantes, de la irrupción de nuevos problemas, de nuevos agentes sociales o resultado del desgaste o caducidad de las soluciones.
A diferencia de lo que sucede en la mayoría de países de nuestro entorno los problemas españoles son siempre estructurales y tienen siempre una inequívoca denominación de origen. Así, asuntos como la corrupción económica, el populismo transversal y rampante, la democratización de los partidos políticos, la capacidad extractiva de las élites e incluso las tensiones territoriales son vistos como problemas ibéricos pata negra, porque ya se sabe que lo que pasa en España no pasa en ninguna otra parte. De ahí que en lo que otros lugares trata de resolverse con la evolución y mejora de leyes concretas y consuetudinarias aquí tiende a plantearse como problemas excepcionales que requieren medidas excepcionales. Un vidrioso asunto, de explicación compleja, en la que no es difícil ver una consideración algo mágica, premoderna, de la política, que acaba remitiendo a la figura, realmente ibérica, del hombre providencial cargado de soluciones providenciales. No creemos que la conclusión que se deriva de todo esto se le escape a ningún lector: lo anómalo en España no son los problemas sino el carácter, inmaduro, frívolo y a veces histérico, de las soluciones propuestas.
El afán adánico de gran parte de la política española se proyecta en el actual debate constitucional con el flagrante error añadido que insinuábamos al comienzo: la Constitución de 1978 lleva el estigma de Caín del franquismo y ello se invoca como una razón irrevocable para su pronto arrumbamiento.
Pero esto es una grave falsedad histórica y moral. La Constitución de 1978 fue resultado de un pacto entre demócratas, perfectamente legitimados por las elecciones del 15 de junio de 1977. Unos demócratas que respecto a la cuestión territorial actuaron entre dos extremos: el centralismo y el independentismo. Y que mientras reafirmaban, al estilo de Francia, Italia, Alemania y la abrumadora mayoría de democracias, la indisolubilidad del Estado siempre y cuando esta Constitución rigiera y establecían un sujeto de soberanía formado por el conjunto de los españoles, también diseñaban una descentralización del poder que por su amplitud y profundidad tenía pocos precedentes.
La Constitución de 1978 fue, y sigue siendo, la máxima y genuina expresión de esa tercera vía que algunos buscan hoy con la ofuscación de los que buscaban la carta en el célebre relato de Poe. Una tercera vía que para algunos de nosotros incluía privilegios y ceremonias étnicas difíciles de tragar, como todo lo referente a los supuestos derechos históricos de algunas regiones y sus consecuencias, fundamentalmente económicas, pero que cabía inscribir en la lógica de satisfacción insatisfecha de todo pacto y en la perentoria necesidad de la paz civil entre españoles distintos. Y que, en cualquier caso, establecía y protegía lo esencial: la consideración de que la identidad democrática (el demos) no tiene más tierra de arraigo que la Constitución, es decir, la ley compartida.
Es sabido que para los nativos cuenta de dónde viene genealógicamente cada cual. Por el contrario, para los ciudadanos solo cuenta adónde vamos a ir todos juntos bajo las mismas leyes, aunque cada cual con un perfil propio creado a su modo y manera. Esa sustancia civil, en fin, sobre la que se asentaba una de las constituciones más federalizantes del mundo en 1978 y que así sigue siéndolo.
La reforma de la Constitución es un objetivo político legítimo. Pero conviene meditar de qué se habla cuando se habla de ella y en nombre de quién se habla. Para empezar, hay que distinguir entre la posibilidad de enmendar la Constitución, por ejemplo en lo referido al déficit o la sucesión a la Corona, y su reforma: en más de 200 años, la Constitución de Estados Unidos ha sido enmendada tan solo 27 veces y reformada ninguna. Y, sobre todo, conviene desvincular cualquier reforma constitucional de esa mítica tercera vía que ya quedó establecida en el pacto fundacional de la democracia española.
Es difícil desmentir, en base tercerista, que la Constitución de 1978 es el ejemplo más consistente y realizado de la tercera España con la que soñaron los mejores políticos e intelectuales de los años treinta silenciados, cuando no aplastados, por la Guerra Civil. La reforma constitucional puede invocarla así la eterna y malcriada adolescencia política española. Y desde luego el secesionismo, mucho más interesado en la fragmentación de la soberanía que en la propia materialización de la independencia.
Y pueden invocarla, finalmente, los llamados federales, armados de sus blindajes. Pero siempre que asuman la responsabilidad de lo que eso significa. Blindar las reivindicaciones identitarias, sean la lengua común, la educación o los símbolos nacionales compartidos, supone fragmentar el demos común en beneficio de los etnos excluyentes. Y proponer una reforma de la Constitución de estas características supone asumir la práctica desaparición del Estado de algunas regiones españolas. El resultado es conceder a los secesionistas buena parte de lo que piden, con la única contrapartida de que no le llamen independencia.
Frente a la España constituyente, o reconstituyente, de la pócima y hasta del elixir, los ciudadanos españoles deben reivindicar la razón de la España constituida. Es decir, ese lugar donde todas las discusiones políticas parten del apriorismo de la libertad y de la igualdad que nuestra Constitución establece.