JORGE BUSTOS-EL MUNDO
Cuando Cs comenzó su expansión por España, quedaban tres años para que el nacionalismo tratara de separar de un golpe a los puros de los mestizos y a los ricos de los pobres. Por eso su discurso, sin olvidar la resistencia a la ingeniería social pujolista que les hizo nacer –nacer para sobrevivir–, se centraba en la impugnación de la trampa bipartidista. En la que necesariamente caía el españolito que venía al mundo por falta de opciones. Una amiga me dio entonces una razón singular para votar a Cs: «Votaré para saber que existo». Había votado al PSOE y al PP, le gustaban cosas de unos y otros, y no quería resignarse a parecer facha cuatro años y roja los cuatro siguientes. El apoyo al partido que reivindica la ciudadanía se convertía así en voto identitario: «No soy lo que queréis que sea: ni la tesis de unos ni la antítesis de otros». El futuro, tercia Hegel, pertenece a quienes logran la síntesis.
El resurgimiento deliberado de las dos Españas en esta campaña devuelve vigencia a esa rebeldía. La moción abrió una brecha en el constitucionalismo y Sánchez, una vulgar criatura de aparato obsesionada con el poder a cualquier precio, cavó más honda la zanja cada viernes para lucrarse de ese maniqueísmo: a un lado los fachas, al otro él. Y cada miércoles, en el Congreso, apuntaba a Rivera como el mayor obstáculo para el crédito de su relato, empujándolo al bando conservador para quedarse el votante de centro, el que hace frontera con el PSOE. El que mañana lo decide todo. El que, si no se traga la propaganda gubernamental y apoya a Cs, desaloja a Sánchez.
Moncloa lo fía todo a su mejor aliado: el miedo a Vox que movilice pinzas en la nariz para todos los que saben que nunca les pidió el voto un candidato tan falso como Sánchez. Y sin embargo no parece que Vox dé tanto miedo como Sánchez pretende. Desde luego no lo está dando en Andalucía, donde al cabo de 100 días nadie puede señalar una sola medida involucionista, razón de que Sánchez tuviera que inventársela en televisión exhibiendo una carta tan espuria como su tesis. De Sánchez no es creíble lo que se atribuye a sí mismo, pero tampoco lo que atribuye a los demás. Si Cs se asimilara a «las derechas» como cacarea el argumentario oficial, Sánchez no se habría pasado la semana –desde que perdió los debates– apelando nervioso a los votantes de Cs. Tampoco habría diputados susanistas que te anuncian con secreto placer su justicia poética contra quien les purgó: votar naranja. No solo sienten lo que el sanchismo ha hecho con ellos, sino también con la sigla histórica de la izquierda ilustrada. Mañana Savater, Ovejero o Azúa escogerán la papeleta de Rivera y Arrimadas.
En la España machadiana que alborea unos pondrán la rabia, pero otros –por fortuna– defenderán la idea.