VICENTE VALLÉS-El Confidencial

  • Los euroescépticos, ultraderechistas e iliberales gobiernos de Polonia y Hungría asumirán con gusto que se sume a sus filas un país del sur gobernado por la izquierda: la pinza de Europa
La escena ocupó grandes titulares. A media mañana del 18 de noviembre de 1992, con Felipe González en el poder, un coche de la Policía Nacional se detuvo frente a la puerta de la sede del PSOE en la madrileña calle de Ferraz. También se paró allí un taxi, del que bajó un hombre de 63 años vestido con traje y corbata, escaso de pelo y con enormes y gruesas gafas de pasta que, ya en esa época, empezaban a estar pasadas de moda. Era el juez instructor Marino Barbero, acompañado de policías, un secretario judicial e inspectores de Hacienda. Iban a registrar la sede socialista en busca de documentos que resultaran útiles para la investigación del caso Filesa. El juez pidió al chófer que lo esperara dando por supuesto que tardaría poco, pero no salió de Ferraz hasta siete horas después. Los informadores que hacían guardia a las puertas se acercaron al taxista que, quizá aleccionado, se puso interesante y dijo ante cámaras y micrófonos: «No voy a hacer declaraciones». Años después, la sentencia fue condenatoria, pero el juez Barbero fue sometido a tal campaña de presión, y hasta de insultos, que optó por abandonar la carrera judicial.

El 20 de diciembre de 2013, el juez Pablo Ruz —que tenía entonces 37 años— y varios policías cruzaron la calle Génova desde la sede de la Audiencia Nacional hasta la del PP, y estuvieron catorce horas registrando las oficinas de los populares, mientras Mariano Rajoy presidía el Gobierno desde Moncloa. El juez buscaba información sobre la trama Gürtel, una de cuyas piezas se ha sustanciado definitivamente esta semana con la sentencia condenatoria del Tribunal Supremo.

La pasión por controlar a los jueces no es la obsesión de algunos, sino el deseo de casi todos. Quieren seleccionarlos y someterlos. Y ha ocurrido que algunos se han dejado seleccionar y someter

Estos dos episodios se han desarrollado en distintas épocas, con distintos partidos en el poder y con distintos jueces. Y, precisamente, esas diferencias son la demostración de que a pesar de todas las dificultades y del control que la política trata de ejercer sobre la Justicia, como diría Fellini, «e la nave va». Y ese es el problema para algunos políticos, que va y quieren impedir que vaya.

La pasión por controlar a los jueces no es la obsesión de algunos, sino el deseo de casi todos. Quieren seleccionarlos y someterlos. Y ha ocurrido que algunos se han dejado seleccionar y someter. Se encontrarán en las hemerotecas multitud de votaciones en el Consejo General del Poder Judicial o en el Tribunal Constitucional en las que el resultado reflejaba con mimetismo el reparto de escaños del parlamento: todos los jueces elegidos a propuesta del partido A votaban juntos y, de la misma manera, lo hacían los elegidos a propuesta del partido B para votar lo contrario. Pero, aun así, hemos presenciado algún resultado sorprendente porque determinado vocal al que se suponía partidario de una cosa terminaba por votar la opuesta.

Sin embargo, pronto podríamos dejar de asistir a votaciones con resultado inesperado si, como propone el gobierno PSOE-Podemos, todos los cargos de los órganos judiciales los elige la mayoría parlamentaria de la investidura. Será así si prospera el nuevo sistema de elección, prescindiendo de la mayoría de tres quintos que obliga a pactos transversales, para dejarla en mayoría absoluta. Este tipo de argucias resultan familiares en los países del Grupo de Visegrado (liderados por los euroescépticos, ultraderechistas e iliberales gobiernos de Polonia y Hungría), que asumirán con gusto que se sume a sus filas un país del sur gobernado por la izquierda y la extrema izquierda. La pinza de Europa.

El bloqueo al que el PP ha sometido, por razones de interés político particular, la renovación de los órganos constitucionales tiene enfurecidos al presidente del Gobierno y a su vicepresidente, dispuestos a no transigir ante nadie que desafíe su poder. Y se muestran impacientes por tomar lo que consideran suyo, la última frontera: el Poder Judicial que los populares se niegan a entregar, una vez que la Fiscalía General ya está bajo el control de una exministra y exdiputada socialista. La réplica de cambiar las reglas de elección del CGPJ, quién sabe si bordeando o hasta saltándose la Constitución, es justificada por Moncloa como la única fórmula para cumplir, a su vez, con el mandato constitucional que obliga a cambiar periódicamente a los vocales del CGPJ. Pero hay malabarismos que en Bruselas tienen difícil venta. Este es uno de ellos.

Tan temeraria decisión no ha sido cuestionada por los partidos satélites del Gobierno, a pesar del escaso apego constitucional del procedimiento. De hecho, esos satélites no sienten apego alguno por la Constitución en general. Pero sí han planteado un par de advertencias. No titubean por la posibilidad de que sea poco democrático que todos los jueces resulten elegidos por el pack PSOE-Podemos-PNV-ERC-Bildu-Compromís-Más País-BNG-Teruel Existe-Nueva Canarias, ignorando la existencia del resto de los partidos y de sus votantes. Su temor es que, a pesar de la seguridad de Pablo Iglesias de que el centro derecha nunca volverá a gobernar (se lo comunica a la oposición cada semana en el Congreso), se pudiera llegar a producir ese «imposible» cambio en Moncloa y entonces los jueces los elija el enemigo. No es una cuestión de principios democráticos. Es interés. Sin más.