Iñaki Ezkerra-El Correo

  • Un socialista impidió a Aitor Esteban iniciar en euskera su intervención en el Congreso

Lo que más le llamó a uno la atención del primer discurso de Francina Armengol en el sillón presidencial del Congreso de Diputados fue el tono: esas tautológicas y solemnes apelaciones a «la España real» que -según ella- va a llevar a la Cámara Baja. Parecía que estaba inaugurando la democracia y que lo que habíamos estado viendo hasta ahora en ese salón de sesiones era una España de ciencia-ficción o de dibujos animados. Francina Armengol se comprometió en ese enfático discurso a «trabajar para que no sea una anécdota que la presidencia del Congreso la ejerza una mujer». Como si no hubiera habido otras mujeres que presidieron esa institución antes que ella. Como si fuera anecdótico el hecho de que, en las dos etapas en las que el PP ha permanecido en el poder, ese hemiciclo estuvo presidido por dos mujeres -Luisa Fernanda Rudi de 2000 a 2004 y Ana Pastor de 2016 a 2019- o que el PSOE necesitara cuatro décadas y nueve legislaturas para por fin concederle ese honor a una señora en 2019, Meritxell Batet, de la que también se olvidó Francina al presentarse como excepcional pionera en la toma de esa responsabilidad.

Sí. Desde Zapatero, siempre que el PSOE logra hacerse con el poder parece que volvemos a 1976 y que ese partido inaugura la democracia. Uno le oía a Armengol soltar eso de que «ahora tenemos la oportunidad de demostrar que la pluralidad de nuestro país es nuestra gran riqueza» y le parecía estar escuchando al Adolfo Suárez que presentaba en las Cortes la Ley para la Reforma Política. Francina Armengol quiere ir de precursora babélica llevando al Congreso de Diputados las lenguas autóctonas. El problema que tiene para tan alta misión no es la derecha centralista, sino que dichas lenguas ya se pudieron escuchar en esa Cámara hasta primeros de marzo de 2005 y que fue curiosamente un socialista, Manuel Marín, quien, en esas fechas, le prohibió al peneuvista Aitor Esteban iniciar su intervención en euskera como lo había hecho hasta entonces de una manera normal, cabal y respetuosa. Lo que Francina Armengol quiere meter en el Congreso no son las lenguas cooficiales, que en su día ya se oyeron en ese foro alternándose de modo natural con el castellano. Lo que quiere meter son esos pinganillos que llevan puestos en las orejas los seguratas y los patinadores de las Ramblas para mover el esqueleto a ritmo de reguetón. Lo que quiere meter es una legión de traductores que expolien más de lo que lo están las arcas del Estado.

No. La España de Francina no es la real. Es el paraíso, la utopía, la patria del pinganillo. El pinganillo como sujeto de derecho y unidad de destino en lo musical. Y como coartada para los chalados de toda la vida que van por la calle hablando solos.