Ignacio Camacho-ABC
- La fiesta nacional es hoy una farsa hueca porque España se ha roto como espacio de convivencia. Huele a años treinta
Lo peor de la existencia de las dos Españas es el orgullo que cada una de ellas siente de esa realidad binaria. Por eso cada vez que la Historia alumbra una oportunidad de integrarlas -por ejemplo, una pandemia que ataca a todas por igual, o simplemente una civilizada Constitución democrática- se enrocan en sus certezas sectarias y se empeñan en arrollar cualquier posibilidad de mutua tolerancia. Quizá no sean sólo dos, sino muchas más, pero siempre a pares para poder seguir eternamente enfrentadas, retorcidas por el odio o la discordia, retroalimentadas a base de sembrar cizaña en el páramo de ruinas que dejan sus perpetuas batallas. Y en medio queda una España impar, emparedada entre murallas de estupidez o de crueldad, como decía Chaves Nogales, sitiada por ejércitos de resentimiento o de rabia, perseguida por los caínes sempiternos que evocaba la amarga melancolía cernudiana, asfixiada por una pinza de furia doctrinaria, condenada al exilio interior de la frustración y la desesperanza, atada como ciertos héroes mitológicos a la piedra de un trágico destino de desamparo y de desgracia.
El español binario está cómodo en la dialéctica de bandos. Y cuando carece de enemigos se los inventa buceando en la bruma del pasado para legitimarse en la nostalgia de una hegemonía perdida o en la revancha de algún fracaso. La reciente política populista ha descubierto que el resorte electoral más potente es el antagonismo, el rechazo, la cohesión emocional que provoca la existencia de un adversario. Para eso necesita achicar el campo ya de por sí escaso de los terceristas, de los eclécticos, de los independientes, de los liberales, de los moderados. Despreciarlos como equidistantes, aislarlos como especímenes raros, intimidarlos con el matonismo de las brigadas de fanáticos. Despejar el terreno para entregarse sin obstáculos a su liturgia de hostilidades y representar con entusiasmo la dramática, tramposa función retrospectiva de franquistas y republicanos.
Si eres uno de esos españoles impares habrás percibido en esta atmósfera banderiza un hedor de trincheras. Huele a años treinta. La llamada «guerra cultural» ha devenido una reyerta de exabruptos en la que las palabras suenan como ráfagas de metralleta; no puede haber cultura donde la demagogia ha liquidado las ideas. La fiesta de la patria es una farsa hueca porque España se ha roto como espacio de convivencia y el Rey que lo simboliza ha sido confinado a la fuerza. Los jueces viven amenazados, las leyes no se respetan, la unidad de la nación resiste a duras penas y la neutralidad del Estado se ha convertido en una quimera. Si desaparece la poca autonomía de criterio que queda, si el estrépito de la provocación y de la afrenta se impone sobre la razón serena y crítica de la inteligencia, no viviremos sólo un cambio de ciclo o de época. Simplemente volveremos a ser un país de mierda.