EL CONFIDENCIAL 30/09/14
CARLOS SÁNCHEZ
Existe una España imposible -la que de aquellos han perdido todas las batallas- en la que habitaron Chaves Nogales (“si vuelvo a España me fusilaría cualquiera de los dos bandos”), Julián Marías o el propio Miguel Boyer, fallecido esta lunes en Madrid a los 75 años.
Algunos la definieron como la Tercera España, y a esa patria inacabada es a la que se agarró Boyer en su vida política. Era la España heredera de la Institución Libre de Enseñanza y del laicismo que inspiró la Segunda República, pero sobre todo representaba la modernidad frente a los extremos. Y por eso Boyer -que nunca fue socialista en el sentido clásico del término- acabó siempre siendo un derrotado.
Los ‘pata negra’ del PP -que lo acogieron con escepticismo en la primera legislatura de Aznar- siempre lo consideraron un advenedizo y un trepa que se quería aprovechar del triunfo popular, mientras que para los socialistas de toda la vida Boyer era, en realidad, un traidor a la clase obrera, lo que explica sus durísimos encontronazos con Nicolás Redondo. Eran tiempos en los que a Boyer se le consideraba el jefe de la tribu de la beautiful, aquel pacto de sangre fraguado en el Bodegón entre la primera hornada de socialistas y los viejos tecnócratas del franquismo, como Claudio Boada.
Primero perdió ante Alfonso Guerra, con quien mantuvo un fuerte enfrentamiento en el primer Gobierno de Felipe González, fruto del cual acabó siendo enviado al ostracismo político (nunca fue vicepresidente económico). Y después ante la opinión pública, que le conoció más por formar parte de la farándula que por su evidente y pragmática lucidez.
Pero Miguel Boyer era más. Era, sobre todo, una cabeza bien amueblada. Fría y distante hasta la exageración. Con ese aire de patricio romano que le hacía parecer más alto de lo que en realidad era, pero apasionado hasta el extremo con su trabajo. Frente a la imagen frívola que afloraba por su presencia en el papel couché, sus colaboradores le recuerdan porque era el primero que llegaba al ministerio y el último que se iba en unos momentos especialmente difíciles para la economía española. En los albores de la Transición dirigió un ‘asalto’ democrático (junto a Fernández Ordóñez) al viejo Ateneo de la calle del Prado en el que ya se puso de manifiesto su capacidad de organización. Aquel Ateneo que presidió Azaña y al que acudía su padre (militante de Izquierda Republicana) antes de que el cambio de régimen acabara en tragedia.
No le importaba la impopularidad ni muchos menos pasar a los libros de historia. Su ortodoxia económica era tal que eso le llevó a imponer medidas clásicas de ajuste a mediados de los años 80, que, como no podía ser de otra manera, incendiaron al Partido Socialista, que una vez más cayó atrapado en el viejo debate entre los partidarios de Besteiro y de Largo Caballero, ese Lenin español.
Intransigencia intelectual
Y cayó, probablemente, por el hecho de que su formación científica -estudió Físicas y dio clases en Telecomunicaciones- le impedía comulgar con ruedas de molino ajenas al conocimiento racional o con locuras ideológicas que podían llevar al país a la ruina (si no lo estaba ya). Sólo en esta clave intransigente en lo intelectual se puede entender la expropiación de Rumasa, que le marcaría su vida política y su propio itinerario personal. Tampoco le tembló el pulso cuando tuvo que devaluar la peseta y empobrecer un poco más a los españoles. O cuando aprobó una ley de alquileres que dejaba a muchos inquilinos a merced de sus caseros.
Cuando abandonó el Ministerio de Economía nadie movió un dedo por él. Ni Felipe González, por entonces convertido en el César visionario. Probablemente, porque en aquellos tiempos el tándem Guerra-González (o viceversa) era insuperable y el partido no entendía de posiciones ideológicamente distintas. O transversales, como se dice ahora.
Boyer, que era un estudioso de Keynes (presentó en Madrid las primeras memorias que hizo Skidelsky sobre el sabio de Cambridge), siempre fue un recalcitrante socialdemócrata, y eso se lleva mal en un país acostumbrado a jugar las partidas en los extremos (o tirios o troyanos o joselitos o belmontes).
Por eso, al final de sus días políticos tuvo que arrastrarse por los distintos consejos de administración que le permitían seguir en el centro de la farándula con la vida resuelta, pero, al mismo tiempo, tan ajeno a ella como su propio papel en el Partido Socialista. Fruto de una casualidad histórica más que de una convicción ideológica. Luchó por la democracia antes que muchos de los que hoy sacan la cabeza, pero fue la democracia la que apartó de la vida política. En una palabra, la historia de España.