José Antonio Zarzalejos-El Confidencial

  • El Congreso fue la representación de la España imposible e irredenta. No se puede fiar a los partidos que quieren destruir la Constitución y la nación la suerte del Estado

Portugal entregó el pasado domingo una mayoría absoluta al Partido Socialista para salvarle de sus socios de izquierda y proporcionar al Estado y a la nación una estabilidad que estaba comprometida. Italia dispone de un gobierno de concentración al frente del que está Mario Draghi, un tecnócrata, expresidente del Banco Central Europeo, que jamás ha pasado por las urnas, y ha revalidado en la presidencia de la República a un anciano clarividente de 80 años, Sergio Mattarella, democristiano, para superar el desacuerdo constante de los partidos sobre su posible sucesor. 

Francia liquidó las fuerzas tradicionales de su V República —vigente desde 1958— y se confió a una fuerza liberal encabezada por Emmanuel Macron que se somete a reelección el próximo mes de abril con todas las posibilidades de seguir en el Elíseo. Alemania, después del último Ejecutivo de gran coalición ente el SPD y la CDU presidido por Angela Merkel, ha quedado bajo el mandato de un gobierno «semáforo» de centroizquierda integrado por socialdemócratas, liberales y verdes. 

En todos esos países, vecinos de España y referentes de democracias solventes, la clase política, por una parte, y el cuerpo electoral, por otra, han tenido la responsabilidad y el instinto de, en este nuevo ciclo histórico de fragmentación de la representación popular, buscar y encontrar fórmulas de estabilidad para hacer posible el progreso y mantener la integridad de la democracia. 

En España existe una superposición de intereses aglutinados en torno al PSOE de Pedro Sánchez para mantenerse en el poder 

En ninguno de ellos —y podrían citarse otros, incluso los Estados Unidos echaron al peligroso Donald Trump, lo que sucederá también en el Reino Unido en donde los conservadores prescindirán del populista y extravagante Boris Johnson— se ha permitido que interviniesen en la gestión pública estatal ni la extrema izquierda ni la extrema derecha ni los partidos secesionistas. 

En Francia y Alemania, sus democracias son militantes porque sus constituciones establecen cláusulas intangibles —irreformables— que garantizan su unidad territorial y su forma de Estado; en Portugal los partidos regionales están expresamente prohibidos; en Italia la concentración de partidos en el Gobierno ha reabsorbido los olvidados intentos separatistas de la Liga Norte, y en el Reino Unido, sin constitución escrita pero en el que la soberanía reside en el Parlamento y en la Reina, el Gobierno de Londres no ha gobernado con los partidos secesionistas. 

En España no hay una mayoría parlamentaria digna de tal nombre. Existe, sí, una superposición de intereses aglutinados en torno al PSOE de Pedro Sánchez para mantenerse en el poder, pero no para manejar con responsabilidad, con estabilidad y visión de futuro los intereses nacionales. Más allá de adjetivos ocurrentes sobre el pleno del Congreso del pasado jueves, hay que llamar la atención sobre el valor representativo de lo que ocurrió: fue la plasmación de la España imposible e irredenta. Porque no se puede depositar en los partidos que pretenden la ruptura de la Constitución el arbitraje en el Gobierno de la nación. 

Están logrando que España sea tan imposible como lo fue en el siglo pasado, con el régimen de la Restauración y con la II República 

Esas organizaciones minoritarias están consiguiendo, con la banalidad culpable del secretario general del PSOE, sus propósitos de hacer inviable la nación e ineficaz y fallido al Estado. Van contra aquella y contra este. O, en otras palabras, están logrando que España sea tan imposible como lo fue en el siglo pasado, primero con el régimen de la Restauración y luego con la II República. No han conseguido la segregación, pero han extirpado el Estado de Cataluña y de Euskadi y están desarbolando la nación española. 

Estamos adentrándonos peligrosamente en el tercer capítulo de la historia de la frustración de España como proyecto común, democrático, integrado y plural que quedó plasmado milagrosamente en la Carta Magna de 1978. Se dice, sin embargo, que no hay alternativa a esta seudomayoría de la investidura; que solo la intervención sectaria de los independentismos y nacionalismos varios es la que completa la insuficiencia de los partidos de ámbito nacional; que no hay otra solución que una bochornosa geometría variable como la del pasado jueves. Cunde la resignación. 

No es verdad. Porque ese camino nos lleva a la España democráticamente fallida; a la Constitución mutada traicioneramente; a la defección de la ética democrática y la autocracia a través del capricho rupturista de los secesionistas y nacionalistas a cambio de mantener en el poder a un político sin convicciones —Pedro Sánchez— y a un partido —el PSOE— que dejó de serlo de Estado hace ya tiempo replicado por un PP desarbolado, torpe y contagiado de los vicios políticos que dice combatir. 

Podemos ir tirando, pero seremos, de nuevo, un pueblo errabundo en la historia como lo fuimos durante el siglo pasado hasta 1978 

La España posible es la que suma 210 escaños en el Congreso y 159 en el Senado de populares y socialistas para reformar la Constitución y blindar su unidad y su forma de Estado, para transformarla en federal con un sistema de reparto de competencias definido y un Senado como Cámara territorial con competencias de primera lectura legislativa y para cambiar el Título II (sobre la Corona) adecuándolo a las circunstancias históricas actuales. Y para modificar la vigente ley electoral. 

¿Cómo? El Partido Popular y el Partido Socialista —probablemente sin sus actuales dirigentes— han de ser los sumandos de esa adición y establecer las bases para un pacto de gobierno o para una coalición de emergencia nacional. Si es un pacto, permitiendo que gobierne el que obtenga mayor número de diputados y apoyándole en las decisiones cruciales de la legislatura, incluidos los Presupuestos. Alternativamente, comportarse como cualquier país democrático de nuestro entorno y, excluyendo del Gobierno a los partidos extremos de derecha y de izquierda y a los separatistas y nacionalistas, crear una gran coalición por el tiempo que fuera necesario para restablecer la posibilidad de que España deje de ser imposible como ahora y recupere su plenitud como democracia avanzada en la Europa de la Unión y de la OTAN. 

De no ocurrir tal cosa, el país se irá por el sumidero al modo en que se vio el jueves en el Congreso de los Diputados. Y España seguirá acampada en los arrabales de una Europa que atraviesa por el momento más crítico desde la caída de la URSS y el fin de la guerra fría en 1991. Una situación internacional que requiere de Estados con democracias solventes. Podemos ir tirando, pero seremos, de nuevo, un pueblo errabundo en la historia como lo fuimos durante el siglo pasado hasta 1978. Estamos progresando adecuadamente hacía el peor de los pasados de nuestra historia.