ISABEL SAN SEBASTIÁN – ABC
Esa España no interesa, no da o quita suficientes votos, no se queja ni amenaza con separarse del resto
HAY otra España; una España callada que no aparece en las noticias ni alcanza protagonismo alguno en el quehacer de los políticos. Una España silenciosa, laboriosa, demasiado afanada en sobrevivir como para dedicarse a hacer ruido. Una España envejecida, abandonada a su suerte, en trance de desmoronarse y sin embargo empeñada en mantenerse fieramente en pie. La España a la que debemos buena parte de lo que somos. La que se dejó las manos y se quebrantó los huesos para labrar el camino que nos ha traído hasta aquí. La que corre por nuestra historia y late en nuestro modo de ser, aunque le demos la espalda e ignoremos su existencia.
Yo acabo de recorrer una parte de ese país en la Asturias que se abraza a la Cordillera Cantábrica, pero podría haberlo hecho en Aragón, Castilla, Extremadura, la retaguardia andaluza o cualquier otro lugar de nuestra geografía interior. La España de la que hablo es vasta en territorio y se agranda cada día que pasa, a medida que la juventud se ve obligada a emigrar en busca de pan y futuro hacia la ciudad o el litoral. Porque en esos pueblos menguantes, en esas aldeas perdidas donde duermen, escondidos, auténticos tesoros artísticos, el tiempo se ha detenido e impide ver el mañana. Allí los abuelos peinan canas en soledad, sin nietos a los que enseñar o hijos que les acompañen velando por su bienestar. Los que todavía se valen realizan la proeza cotidiana de cuidar un patrimonio arquitectónico que sin ellos se habría perdido. Reparan goteras de iglesias centenarias, reemplazan la carpintería podrida de sus preciosas ermitas, a la vez que guardan con veneración figuras sin catalogar, escapadas al expolio. Tratan de impedir, por ejemplo, que monasterios como el de Santa María de Obona, con más de trece siglos de vida, acaben comidos por la maleza ante la indiferencia de unas instituciones mucho más pendientes de conservar el poder que de cumplir con su obligación de preservar un legado de valor incalculable. En esa España de la que hablo, hombres y mujeres anónimos se preocupan unos de otros además de mantener sus propias casas familiares a base de sacrificio, porque las ayudas no llegan. El Estado allí no está. Lo «público» tiene otro significado, ligado al nombre del vecino.
Esa España no interesa, no da o quita suficientes votos, no se queja ni arma escándalo, no amenaza con separarse del resto, no se manifiesta en las calles de la capital, frente al ministerio de turno, no corta las carreteras, no quema mobiliario urbano, tampoco paraliza aeropuertos, no constituye un quebradero de cabeza para quien toma las decisiones porque ella misma se saca sus propias castañas del fuego. Esa España queda fuera de las prioridades de gasto. Oye decir con frecuencia eso de «no hay dinero». Ni para adecentar monumentos, ni para promover actividades socio-culturales o educativas, ni siquiera para garantizar una atención sanitaria digna a las personas mayores que han visto marchar a sus hijos y no pueden o no quieren abandonar el lugar donde reposan sus padres. ¿Qué hacer con ellas? No son un problema más sino el problema. El eterno problema aplazado, en busca de solución, que se agrava y expande por esta vieja piel de toro a medida que pasan los años, con la consiguiente angustia para quienes lo sufren desde la absoluta impotencia.
Y es que la otra España, la que abre los informativos y ocupa portadas de periódico, grita, amenaza, roba, llora, agrede, se escucha hablar, calcula, medra. Ésta, la España olvidada, aprieta los dientes y aguanta.