Editorial, LA VANGUARDIA, 23/11/11
LA victoria absoluta de Mariano Rajoy podría significar un cambio en el modelo político español. El bipartidismo que lo ha caracterizado podría estar evolucionando, si la crisis lo permite, hacia la hegemonía de un solo partido dominante. Pero antes de desarrollar tal hipótesis, recordemos que el edificio del bipartidismo español tardó años en componerse. Para convertirse en el actual PP, la formación que había gestado Manuel Fraga se refundó con el remozamiento a fondo de su ideología (subrayó el componente liberal en detrimento del conservador), el estreno del potente liderazgo de José María Aznar y el impulso de la organización territorial. Sólo después de estos cambios tan decisivos y cardinales pudo el PP aspirar verosímilmente a la presidencia del Gobierno. Y tardó aún seis años en conseguir una mayoría suficiente, que no absoluta, en el Congreso de los Diputados. Alcanzó Aznar la presidencia en 1996 después de que Felipe González hablara de «dulce derrota». El bipartidismo español tuvo su cenit en este instante. Un PP que conseguía a duras penas el Gobierno y enviaba a la oposición a un PSOE que resistía con un sólido colchón de votos a pesar del desprestigio mediático causado por el caso GAL y los escándalos de corrupción (Roldán). En aquel momento, la derecha finalmente se convertía por fin en alternativa de gobierno, pero la hegemonía ideológica (y la mayoría de los votos, sumando a IU) seguía estando en la izquierda.
Durante los ocho años de gobierno de Aznar se producen los primeros cambios de hegemonía ideológica. Usamos el término hegemonía en el sentido que le dio Antonio Gramsci: no sólo el control de los instrumentos del poder, sino la dirección moral del país. La primera legislatura de Aznar, en intensa colaboración con la minoría catalana (CiU), consiguió el reto de situar a España en óptimas condiciones para integrarse en la moneda única europea. Pero al margen del bienestar económico y de los sensatos pactos con Jordi Pujol, Aznar protagonizó en aquellos años un discurso patriótico basado en un argumento ético irreprochable: la defensa de las víctimas del terrorismo etarra. Abandonadas a su suerte primero y después marginadas del debate público, las potenciales víctimas de ETA iniciaron el movimiento «¡Basta Ya!». Un movimiento cívico que Aznar y su ministro Mayor Oreja tuvieron el acierto de defender y articular políticamente. Este proceso tuvo un momento álgido imborrable: la retransmisión al momento de la ejecución del secuestrado Miguel Ángel Blanco (1997), militante del PP. La explosión emotiva que causó dicho asesinato permitió a la derecha conquistar la razón moral española. En la legislatura de la mayoría absoluta, Aznar intentó aprovechar dicha razón moral apelando a una «segunda transición».
Encarnaba también los intereses de un gran Madrid que había desarrollado, en parte gracias a la privatización de grandes empresas públicas, una poderosísima economía financiera y de servicios, amén de hospedar a las grandes multinacionales. Por primera vez en la historia contemporánea de España, Madrid es capital política y económica. Impulsado por su hegemonía moral y por las nuevas fuerzas económicas, Aznar intenta la recentralización de España. El choque con Catalunya es inevitable, lo que trae consigo el crecimiento del independentismo en Catalunya (la ERC de Carod-Rovira) en un proceso de vasos comunicantes que realimenta el españolismo.
La participación de España en la invasión de Iraq permite observar otro ángulo de la visión aznariana: una España integrada en Europa, sí, pero deseosa de reconstruir el puente atlantista y latinoamericano, derrumbado en 1898. Intentar atribuir la autoría del trágico 11-M a ETA es la exageración última de una idea de España que, a pesar de fracasar electoralmente (la victoria de José Luis Rodríguez Zapatero fue inapelable), no se arruinó ideológicamente. El nuevo patriotismo y la superación definitiva del pesimismo del 98 eran y siguen siendo creación del PP.
Zapatero ganó, no articulando una mayoría coherente, sino sumando a los votantes que, por razones distintas e incluso contradictorias, se oponían al aznarismo. Muchos eran votantes de izquierda, sí, pero otros simplemente perjudicados, irritados o temerosos de las políticas de Aznar. Catalanismo, vasquismo, andalucismo, pensionistas… Pronto algunos de estos soportes de Zapatero entraron en contradicción (especialmente en Catalunya, durante la agotadora batalla del nuevo Estatut, pero también en el País Vasco en la primera negociación con ETA o en las discusiones sobre el PER andaluz).
La hegemonía ideológica española ha estado en manos del PP en los siete años de Zapatero. Consciente de ello, el último presidente socialista intentó, antes de estallar la crisis, introducir elementos de división en los sectores que apoyan al PP. Los temas morales (matrimonio gay, memoria histórica, enfrentamientos con la Iglesia) respondían no sólo a una voluntad de liberalizar las costumbres, también a la voluntad de separar a liberales de conservadores, que en el PP se confunden gracias a la argamasa del nuevo orgullo español.
La crisis puso de relieve la falta de credibilidad y consistencia de personalidad de Zapatero, pero también la debilidad de un Partido Socialista falto de arraigo, irrelevante en algunas zonas decisivas (Madrid, Valencia, Murcia) e incapaz de articular un discurso español que pueda ir más allá del rechazo a la hegemonía ideológica del PP. Es importante subrayar que la moderación de Rajoy ha permitido al PP superar la mayoría absoluta de Aznar y recuperar los mejores acentos de aquel patriotismo, dulcificando los polémicos. Pero también es preciso recordar que la alta abstención de los votantes del PSOE ha contribuido a ello. Si quiere reconquistarlos, el PSOE deberá refundarse como hizo el PP en 1987.
Al margen de la hegemonía del PP, están los nacionalismos vasco y catalán, del que hablamos ayer. Y dos relevantes contrapuntos a izquierda y derecha. El buen resultado de IU confirma un tópico: cuando el PSOE declina, sube el purismo de izquierda. IU no es alternativa, sino refugio ideológico. Lo mismo sucede con el millón de votos que consigue UPyD: es la reserva de votos, purista y vigilante, del nuevo patriotismo que Aznar hizo cristalizar. Al margen del caso astur, que responde a la casuística interna del PP, el resto de los contrapuntos en Galicia, Canarias y Valencia responden a sentimientos e intereses regionales que ni el PSOE consigue diluir en su federalismo retórico ni pueden identificarse con la hegemonía patriótica que encarna el PP.
Editorial, LA VANGUARDIA, 23/11/11