Fernando García de Cortázar, ABC 06/01/13
En estos tiempos en que España está sufriendo no sólo la impugnación de sus adversarios, sino el abandono cultural de quienes deberían salir en su defensa, Menéndez Pelayo merecía que los españoles comprendieran, sin necesidad de aceptar todos sus argumentos.Poco debería extrañarnos, pasado ya el año en el que se ha cumplido el primer centenario de la muerte de Marcelino Menéndez Pelayo, que España haya querido confirmar su merecida fama de ignorar el talento de aquellos que dedicaron su esfuerzo a dotar de sentido histórico a nuestra patria. Cualquier país habría aprovechado la circunstancia de un aniversario como este para invitar a sus ciudadanos a que participaran en el festín de una sublime inteligencia puesta al servicio de la nación. Aquí preferimos atenernos a esa dieta cultural que preserva la línea recta de nuestra indiferencia y la anorexia de nuestra sensibilidad.
La calidad de una ciudadanía se mide, en primer lugar, por el valor que concede a una tradición en que se haya manifestado su voluntad de constituirse en proyecto colectivo. Esa tradición tiene los nombres y apellidos de quienes empuñaron el desafío de definirnos. Posee circunstancias que nos han puesto a prueba y acontecimientos en los que nos hemos afirmado. Muestra los perfiles de los tiempos de peligro y el semblante de las decisiones más difíciles con las que hemos salvado una existencia común. Tiene, por encima de todo, aquellos valores que fundamentan una nación constitucional, lejos de las fanfarrias folclóricas que se han excedido en los últimos treinta años, creando múltiples identidades que nunca se han considerado formas diversas de sentirse españoles, sino espacios alternativos fabricados precisamente para dejar de serlo.
Lo que más puede preocuparnos y lo que quizás nos permite comprender nuestras extravagancias políticas, respecto a la manera en que nuestros vecinos europeos se afirman tranquilamente en sus propias convicciones nacionales, es lo que muestran silencios de esta envergadura. Manifiestan, sobre todo, la falta de seguridad en nosotros mismos, en lo que somos como comunidad levantada sobre una tradición y un proyecto, alzada sobre una historia y unos principios, dispuesta a sostener su significado político y sus valores. Porque lo que ha ocurrido no es simple casualidad, descuido, olvido, negligencia o ineptitud, lo cual sería ya bastante grave si se refiere a la responsabilidad de quienes tienen la obligación de proteger los pilares de nuestra identidad común.
Menéndez Pelayo se ha considerado indigno de debate, de crítica, de estudio y de todas aquellas cuestiones que, más allá de las liturgias lacias de una conmemoración, adquieren la dura consistencia de un asunto de actualidad, de una urgencia intelectual. No sé si se precisan pruebas más alarmantes de una impugnación de la nación española como la que se ha vivido en este último año para considerar nuestra obligación de rescatar de ese nefasto olvido reflexiones como las de Menéndez Pelayo. Ellas nos muestran que los españoles no somos una desdeñable casualidad histórica, un encuentro de intereses mezquinos o un mero imperativo legal que nos obliga a mantener una convivencia poco deseable. Nos indican que no somos el resultado de una inerte determinación geográfica ni la entrega a la soberanía abstracta y desdeñosa de la historia. Nos demuestran que, por encima de cualquier otra cuestión, somos una conciencia en el tiempo, un acto de permanente libertad, una voluntad inapelable que no es sólo la de ser, sino también la de existir.
No importan las discrepancias que podamos tener con algunas de las afirmaciones de don Marcelino, siempre realizadas en la aspereza de la polémica. Lo que interesa es su capacidad de conmover, de provocar, de incitar a pensar en España. Lo que nos atañe es la ejemplar tarea acometida por un joven de poco más de veinte años, cuyo propósito fue descubrir las razones que nos permitían afirmar que España era una nación. Y que lo era por la idea que se había hecho de sí misma, por la cultura sobre la que fabricó una comunidad de principios, por las creencias que permitieron que los españoles se sintieran miembros definitivos de una tradición. Algunos de sus más lamentables exegetas trataron de construir la imagen de un intelectual fascinado por la caverna dogmática, prendido a la intolerancia y siervo del integrismo. Una imagen que, con su acostumbrada pereza mental, los detractores han aprovechado para señalar la insignificancia intelectual de don Marcelino sin tomarse la molestia de leerlo.
A unos y a otros pone en un aprieto acercarse a ese monumento literario que Menéndez Pelayo construyó desde su juventud y hasta su muerte. Su catolicismo poco tenía que ver con la cerrazón ideológica de una secta aterrada ante los retos de la modernidad. Su fe cristiana nunca le impidió evolucionar sobre principios que, sin complejo alguno, defendía ante aquellos amigos con quienes tenía el placer de discutir. Basta con acercarse al epistolario mantenido con Clarín para que asomen a nuestros labios las palabras que Gregorio Marañón pronunció en las horas más difíciles de España en el pasado siglo, preguntándose dónde se hallaba ese país que, encarnizado en una guerra civil, había asistido al provechoso diálogo de personas tan distintas en carácter y creencias como los autores de LaRegenta y de la Historiadelosheterodoxosespañoles.
A esa fecunda amistad podríamos añadir la coincidencia de dos centenarios. El mismo año en que fallecía don Marcelino, Pérez Galdós ponía fin al último de sus Episodios-Nacionales. En la añoranza intratable del exilio, Cernuda recordaba la emoción que le inspiraron los personajes de Galdós, recorriendo el siglo de nuestro primer impulso constitucional con sus esperanzas abiertas al futuro de nuestro pueblo, con sus manos tendidas hacia una España que deseaba seguir siéndolo en unidad y en libertad. Aquella crónica galdosiana atestada de genio literario no estaba menos cargada de propósito nacionalizador, de pedagogía patriótica.
En estos tiempos en que España está sufriendo no sólo la impugnación de sus adversarios, sino el abandono cultural de quienes deberían salir en su defensa, Menéndez Pelayo merecía mucho menos que la suntuosa vacuidad de un homenaje administrativo y mucho más que uno de esos clamorosos silencios a los que ya nos tienen acostumbrados quienes se consideran intelectuales. Merecía que los españoles se acercaran a aquel hombre para el que el catolicismo español del Renacimiento era la defensa de la libertad individual afirmada por Cristo, frente a la Reforma protestante, que en plena explosión del humanismo sostenía la suficiencia de la gracia y la servidumbre esencial del hombre. Que comprendieran, sin necesidad de aceptar todos sus argumentos, el propósito de una obra a la que no podemos renunciar: demostrar que España no carece de sentido, sino que se construyó sobre un espíritu, sobre unos valores que no permitían confundir la evolución de sus instituciones con el carácter transitorio de la nación.
Cien años después de su muerte, esa tarea nos convoca todavía. Pasado ya un siglo, esa labor nos proporciona su tensa actualidad. No nos pide que la reverenciemos. Se conforma con que seamos dignos de ella y de todas las que, en el mismo momento, aceptaron la gravedad de un desafío cívico: definir una nación y dotarla de los valores de libertad individual, soberanía popular, confianza en nuestros ciudadanos y sentido del deber, sobre los que España habrá de realizarse diariamente.
FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR DIRECTOR DE LA FUNDACIÓN DOS DE MAYO,NACIÓN Y LIBERTAD.
Fernando García de Cortázar, ABC 06/01/13