Pablo Pombo-EL CONFIDENCIAL

  • Detrás de cada esquina hay temor a la enfermedad y a la muerte, a la crisis económica. De un modo u otro, la pena está habitando en todas las casas

Hubo un tiempo en el que los españoles tuvimos fama de feroces. Rebeldes y coléricos. Ingobernables. Adjetivos sobre un carácter nacional que las últimas décadas se han diluido lentamente, quizá solo en parte. Seguimos siendo dogmáticos y fratricidas, pero somos menos violentos. Permanece el fatalismo aunque nos estamos haciendo más obedientes. Incluso dóciles.

Es posible que el cambio provenga del surgimiento y la consolidación de las clases medias en el franquismo tardío. Puede que entonces el conformismo empezase a apaciguar nuestro talante social.

Poco después nos dimos cuenta de que teníamos ante nosotros todo un país por construir. Hay en el final de los setenta y en toda la década de los ochenta una energía llena de libertad y modernidad, un retumbar en el pulso colectivo, que nunca habíamos tenido y que, desgraciadamente, no tardamos en desperdiciar.

Tras 2008, se instaló la desconfianza en el cuerpo social, muy centrada en el sistema de partidos. Hubo sufrimiento, pero no aumentó la delincuencia

Hizo falta muy poco para que nos creyésemos un país rico ya en los noventa. Tanto que la apariencia se convirtió en un bien supremo. Tanto que nos entrampábamos para presumir de lo que no habíamos terminado de ganar.

Y así hasta 2008. Aquel año maldito en el que la precariedad y la incertidumbre entraron en nuestras vidas para no volverse a marchar. Fue entonces cuando se nos instaló la desconfianza en el cuerpo social. De manera muy localizada, creo yo, muy centrada en el sistema de partidos que terminó provocando el surgimiento de nuevas organizaciones políticas. Hubo sufrimiento, pero no aumentó la delincuencia y tampoco la conflictividad social. Brotó, eso sí, la indignación social. Una muestra de vitalidad, muy distinta a esta desdicha generalizada.

Hoy el miedo y la tristeza prevalecen sobre todo lo demás. Basta con salir a la calle para comprobarlo. Detrás de cada esquina hay temor a la enfermedad y a la muerte, a la crisis económica. De un modo u otro, la pena está habitando en todas las casas. Pesar común por la pérdida en todas sus formas, futuro incluido. En este 2020 el futuro ha desaparecido del campo de visión colectivo. Se nos ha desvanecido.

Tenemos a nuestra sociedad en un cuadro de depresión nacional. Un miedo que paraliza. Una tristeza que nos repliega en nosotros mismos. Individualismo. Egoísmo. Un debilitamiento generalizado en todos los vínculos que dan recorrido a nuestro sentido de la comunidad y a los significados de la democracia. Agotamiento.

El aislamiento ha disparado la sensación de abandono y ha restringido el rango de nuestra confianza en el ser humano. Cada vez nos fiamos de menos personas. La confianza en la vida pública está en peligro de extinción. La palabra ha perdido todo su valor. Es tan profundo el desánimo del español que ya hemos llegado al punto de preferir la mentira y la anestesia frente a la verdad y la realidad. Vivimos ahora mismo en un estado de completa resignación.

No estamos en condiciones de encarar los hechos. No somos capaces de exigir transparencia. Saber cuánta gente ha muerto, saber cuánta gente está sin empleo y cuánto han dejado de aprender nuestros hijos, cuántas tiendas y empresas han echado el cierre y qué es lo que ha ocurrido en las residencias de nuestros padres y nuestros abuelos; conlleva situarnos ante lo que no estamos en condiciones de digerir.

Esta polarización que sufrimos permite desconectar sin perderse nada. Vuelves en un mes o dentro de un año y todo sigue igual. Buenos y malos

No tenemos fuerzas para ponernos frente al recuento de daños que está generando este 2020. Por eso esta indiferencia a la mentira y esta tolerancia a la manipulación. Este apagado masivo del pensamiento crítico y, en el mejor de los casos, la sustitución del debate adulto por la lluvia de insultos.

Quienes escribimos sobre la actualidad somos muy proclives a caer en el engaño. Y, como consecuencia, a ensancharlo. Viene por ejemplo la novena reforma educativa en nuestros pocos años de democracia y corremos a pleno pulmón tras esa liebre de cartón. Nada decimos de la devastación que está provocando la pandemia en el ámbito de la salud mental. Nada sobre cómo estamos masacrando a la generación ‘millennial’.

Esta polarización que sufrimos tiene más que ver con la telerrealidad que con la democracia. Es un relato que suena de fondo y permite desconectarse sin perderse nada. Vuelves en un mes o dentro de un año y todo sigue igual. Buenos y malos. Un simulacro de regresiones al pasado, a los paraísos perdidos pintados de rojo o de azul, que evidencian la desaparición del mañana del discurso político.

Tenemos el ánimo nacional tan dañado que ya ni se esperan soluciones, el deseo no va más allá del ruego. Más anestesia, por favor. Exigir soluciones conlleva situarse mentalmente ante un plano del tiempo que ha desaparecido en el cerebro colectivo, el futuro. ¿Cómo hablar sobre lo que tendría que pasar dentro de diez años con este vértigo para dentro de diez semanas?

España se está empobreciendo calladamente, en silencio porque nos da una vergüenza quijotesca contarlo. Pero la sociedad no está pidiendo un proyecto de país para acabar con el problema crónico del paro. La urgencia pesa tanto, que la demanda está en prolongar los ERTE, las ayudas, las subvenciones. Lo que sea. El estado de necesidad nos acerca al clientelismo. Y el clientelismo pone a los pueblos a las puertas de la cárcel iliberal del populismo.

Sin esperanza en la posibilidad de transformación no hay posibilidad de cambio de ningún tipo. En mi opinión, esa es la crisis en la que estamos ahora

A día de hoy, cualquier marxista podría ordenar las condiciones objetivas para la revolución que se acumulan en España. Estamos sentados, eso es cierto, sobre un barril de pólvora de malestar social. Sucede, sin embargo, que nada pasa. Y nada pasará mientras la resignación siga porque hasta las revoluciones necesitan la condición subjetiva de la esperanza. Sin esperanza en la posibilidad de transformación no hay posibilidad de cambio de ningún tipo. En mi opinión, esa es la crisis en la que estamos ahora, una crisis de la esperanza, más grave todavía que una crisis de confianza.

Cualquier depresión es un trayecto largo y tortuoso. Deja marca. No va a ser fácil salir de esta resignación, no va a ocurrir pronto. Antes veremos encenderse la llama de algún tipo de esperanza. Cuidado entonces porque hay pocos materiales más inflamables para el alma humana. Pueden llevarte a lo mejor y también hacia lo contrario.