JOHN MÜLLER-EL MUNDO

Desde que Rajoy comenzó a deshacer sus reformas en 2014, España no ha abordado cambios de calado para elevar su crecimiento potencial y mejorar sus instituciones. La única reforma provocada por la crisis que ha llegado hasta nuestros días es la del mercado laboral, precisamente la que el PSOE y Sánchez quieren abolir. No cuento aquí la reforma financiera que De Guindos tuvo el buen juicio de situar bajo el paraguas europeo, lo que la transformó en una reforma impuesta desde fuera.

La falta de reformas ha sido atribuida a la ausencia de mayorías claras en el Parlamento. Sin embargo, eso no explicaría por qué Rajoy, que disfrutaba de una amplia mayoría absoluta, comenzó –al llegar a la mitad de su primer mandato– a borrar con el codo lo que había escrito con la mano de la crisis económica.

Como en otros sitios, el impulso para emprender reformas en España tiene distintas fuentes. Una de ellas es la presión de la opinión pública o de la Unión Europea. Otra, como ocurrió con la crisis de 2010, son los mercados que obligaron a Zapatero a reformar la Constitución y a Rajoy el mercado laboral y las pensiones. Sin embargo, los políticos, con la ayuda de Draghi, descubrieron la manera de burlar a los mercados y neutralizar su presión tan pronto como en 2012.

La perspectiva de que se hagan reformas que mejoren el perfil de la economía en los próximos años es prácticamente nula.

Primero, es improbable que de las próximas elecciones generales surja una mayoría coherente capaz de impulsar reformas que supongan el sacrificio de intereses concretos.

Segundo, no habrá una presión europea en el corto y medio plazo ya que Bruselas está más preocupada de lidiar con el Brexit y con la incertidumbre de una nueva Eurocámara en la que los nacionalpopulistas podrían incrementar su peso.

Tercero, la desaceleración alemana, la recesión italiana y la situación de Macron en Francia, desplazan a España a una categoría que no invita a mirar con rigor la lucha contra el déficit y el control de su deuda pública.

Cuarto, la extensión de las políticas monetarias no convencionales por parte del BCE ya no es un incentivo para ordenar las cuentas y sólo una inesperada crisis de confianza de los mercados globales podría obligarnos a considerar otras alternativas.

Esto contrasta con el supuesto consenso entre los sectores ilustrados de que hay reformas que no pueden esperar. Es lo que ha ocurrido, por ejemplo, con la mil veces discutida reforma educativa. Todos la encuentran imprescindible, pero el Congreso y la sociedad están en tablas a la hora de votar. Cuando no se produce una crisis o una apuesta drástica de los ciudadanos por un cambio, cabe pensar que quizá estos estén más contentos con el statu quo de lo que parece.