- La descentralización de España, esa locura cantonalista que hoy goza de un aura de prestigio delirante, tiene como beneficiarios a los más ricos del lugar y como agraviados a los que menos tienen. Falta una izquierda de la igualdad que se oponga a la centrifugación del Estado central.
Algunas encuestas, como la publicada recientemente en EL ESPAÑOL, muestran la posibilidad de que un grupo de partidos regionalistas conformen una coalición electoral para los próximos comicios y obtengan representación parlamentaria.
La paradójica realidad electoral española exhibe una Cámara Alta, el Senado, presuntamente diseñada para la representación territorial, y sin embargo cooptada por los grandes partidos por su sistema de elección mayoritario; y una Cámara Baja, el Congreso, presa de la fragmentación territorial. Entre otras razones, por las distorsiones que provoca la circunscripción provincial, y con visos de acentuarse esta situación en lo sucesivo.
España tiene un indudable problema territorial. Es saludable que los que callaron y miraron hacia otro lado cuando se blindaban las asimetrías y varias velocidades aparejadas al Estado de las Autonomías se preocupen, por fin, por los desequilibrios territoriales y su inevitable consecuencia de la desigualdad. Ni esos desequilibrios son una inexorable condena de la providencia, ni debemos aceptar acríticamente dicha desigualdad.
Es indudable que en España, como en otros países de nuestro entorno, asistimos al vaciamiento de determinadas zonas del país. Esa realidad de desequilibrio no es ajena a aquello que analizaba el geógrafo francés Christophe Guilluy al estudiar la tensión entre áreas urbanas insertas dentro de las cadenas financieras globales y otras desgajadas de dicha economía financiera.
«Las condiciones materiales de cientos de miles de trabajadores se encuentran en un agudo proceso de depauperación»
Guilluy analizaba la relación de ese fenómeno con la recomposición de las clases sociales:
«El concepto de ‘Francia periférica’ trata de hacer visible la Francia olvidada, la de las categorías populares que ya no viven en metrópolis, sino en las ciudades medianas y pequeñas y en las zonas rurales. Estos territorios representan el 60% de la población. La ‘Francia periférica’ hace visible el conflicto de clases del siglo XXI que opone las periferias populares a las metrópolis gentrificadas. Esta geografía es la consecuencia de la concentración de la riqueza y del empleo en esas villas globales, lo que causa la desertificación del empleo en las periferias«.
La recomposición geográfica y económica que analiza el ensayista francés también está ocurriendo en España. Una parte de las clases populares ya no vive donde se concentra el trabajo y la riqueza, precisamente por el desarrollo de un capitalismo financiero en el que proliferan formas económicas desterritorializadas. La España vacía reclama voz política frente a lo que siente como un agravio.
Sin embargo, la realidad social, económica y política en que se circunscribe ese fenómeno político no es ajena al desarrollo del capitalismo. La financiarización de la economía está dejando a muchas personas fuera de juego habida cuenta de que promociona dinámicas de concentración de capital y un deterioro muy importante del mundo del trabajo, con unas condiciones cada vez más difíciles de asumir.
La tensión ya no es sólo de clase y socioeconómica, sino también geográfica. Las condiciones materiales de cientos de miles de trabajadores se encuentran en un agudo proceso de depauperación.
«La descentralización competitiva de España es insostenible, ineficaz e injusta. Y hasta que no se reconozca lo anterior, la solución estará lejos de aparecer»
Si es importante acertar con el diagnóstico, aún más importante es hacerlo con las soluciones. España tiene un cáncer autóctono en su organización territorial, de responsabilidad exclusivamente propia, que se suma a las dinámicas de la economía global para acentuar la subalternidad de los perdedores de la globalización.
Si esas dinámicas del capitalismo financiero abocan a una estratificación social desequilibrada y al descuelgue de los estratos de población no integrados en las cadenas económicas globales, la configuración territorial del Estado viene a empeorar de forma definitiva esta situación. Y, llegados a este punto, fallan casi todos los análisis, incluso aquellos de los más avezados analistas geopolíticos.
Tal vez sea cortoplacismo, tal vez cobardía para no enfrentar a los nacionalistas y a aquellos otros de menú infantil, los cantonalistas de todos los terruños. La descentralización competitiva de España es insostenible, ineficaz e injusta. Y hasta que no se reconozca lo anterior, la solución estará lejos de aparecer.
Albergo serias dudas sobre la capacidad de enfocar correctamente los problemas territoriales, económicos y políticos de España por parte de la coalición que se vislumbra en el horizonte. Un error de origen, en el que se incide, lastra cualquier alternativa política. Los derechos no son de los territorios, ni de los apellidos, ni de los árboles genealógicos.
La primera lección del ideal de ciudadanía es que los derechos son de los ciudadanos del conjunto del territorio político. La integridad del mismo no es un capricho de corte sentimental. No la defendemos por la estética de las banderas; ni por las emociones que generen los símbolos, si es que las generan (tampoco es obligatorio); sino por el carácter político y las implicaciones políticas de esa ciudadanía.
Una elemental noción republicana nos impide aceptar que dentro del territorio político nadie sea más que nadie, ni nadie tenga más derechos que otro conciudadano por la arbitraria razón del código postal, del lugar de empadronamiento o de haber nacido 50 kilómetros al sur.
Que Extremadura siga sin un tren digno mientras se pacta el soterramiento del AVE en el País Vasco es una vergüenza. No porque se trate de enfrentar a un territorio con otro, sino por un elemental criterio de justicia y de iguales derechos para todos.
«Para un socialista, el criterio principal, a fuer del de ciudadanía, es el de clase social. Cuando toca legislar, no se puede priorizar a los potentados de una parte de la nación atacando la unidad de la clase trabajadora»
Que el convenio navarro sea insostenible para la redistribución de la riqueza y sea imperativo reforzar las transferencias de financiación a Andalucía o Extremadura no debe ser una consecuencia de que un partido político local ponga encima de la mesa esa agenda porque «se deba» al territorio concreto al que pretende representar.
Y es que los territorios no deben estar tutelados como si de entidades prepolíticas se tratase. Para un socialista, el criterio principal, a fuer del de ciudadanía, es el de clase social. Cuando toca legislar, no se puede priorizar a los potentados de una parte de la nación atacando la unidad de la clase trabajadora, a no ser que de socialista se tenga el nombre y nada más.
En definitiva, Andalucía importa, Teruel Existe y Soria también, pero no porque alguien tenga la capacidad de condicionar la agenda del bien común, hoy ausente, para priorizar su interés particular o cantonal respecto al de otro (que tal vez tenga pretensiones igual de legítimas, o más, que las del primero), sino porque lo que nos importa, por encima de cualquier consideración, es la radical igualdad de todos los miembros de la comunidad política.
La descentralización competitiva de España (la locura cantonalista que hoy goza de un aura de prestigio delirante) tiene como beneficiarios a los más ricos del lugar y como agraviados a los que menos tienen. Tratar de revertir un modelo confederal atrincherándose en sus dinámicas no sólo terminará por debilitar un poder político ya suficientemente centrifugado en favor de las grandes concentraciones de capital transnacional, sino que bloqueará el horizonte redistributivo dentro del territorio político.
Sobran cantonalismos y vindicaciones identitarias. Falta una izquierda de la igualdad que se oponga a la centrifugación del Estado central.
*** Guillermo del Valle es abogado y director de El Jacobino.